Solemos perder de vista que llevamos cerca de tres años envueltos en la ardua empresa de encauzar una profunda crisis de gobernabilidad con medios institucionales democráticos. El acuerdo del 15-N de 2019, al abrir paso a una nueva Constitución como base para superar esa crisis, fue una opción constructiva. Evitó que se prolongaran las refriegas o que estas escalaran transformándose en insurrección. Con esto se apartó asimismo el riesgo de entrar en un estado de excepción permanente o que se creara un clima propicio para una salida autoritaria, que se halla siempre latente.
El proceso constitucional concordado permitió dirigir la energía social, que amenazaba con desbordarse, hacia un foro deliberativo que sustituyó la violencia de la calle por una discusión sobre principios y normas constitucionales. Fue un logro de proporciones. El propio texto contiene nuevos, valiosos temas.
Con todo, el comportamiento sectario de la Convención, y la falta de moderación a la hora de plasmar su propuesta final, restan adhesión a esta e impiden que en torno a ella se congregue una amplia mayoría. Al contrario, hay un consenso bastante generalizado de que tanto su producción como su resultado quedaron debajo de la línea de expectativas.
Sin duda, su falla principal es el maximalismo; promete una avalancha de transformaciones que el país no está en condiciones político-estatales, técnicas ni financieras de implementar. Más bien, anticipa un Transantiago tan desmesurado como la utopía transformadora que ofrece. Basta considerar que un cambio comparativamente menor y acotado como el traspaso de los colegios municipales a los Servicios Locales de Educación Pública (Ley 21.040 de 2017) lleva cinco años enredado en un nudo kafkiano de subejecución y sobreburocratización.
Por todo lo dicho, no es improbable que la flamante Carta Fundamental sea reprobada el 4-S. O bien, de aprobarse, carecerá de apoyo transversal y deberá ser modificada y reprogramada para su gradual aplicación. En suma, el plebiscito será un hito, mas su resultado, cualquiera sea, obligará a seguir construyendo el cauce institucional hacia un nuevo ordenamiento jurídico fundamental. Mientras, la gobernabilidad del país continuará en vilo.
A partir de ese mismo día, el programa del gobierno Boric, desbalanceado igualmente por una sobrecarga de promesas, tendrá que ajustarse a las exigencias de un entorno más bien conservador y de contención: una Constitución no aprobada o de complejísima aplicación diferida; una intensa demanda de la gente por orden y seguridad; la imperiosa necesidad de contrarrestar la inflación, el desempleo y la pandemia que no termina, y la demanda de la gente por apoyo y protección en medio de un ciclo de agudas dificultades y riesgos.