Una de las propuestas novedosas del proyecto de nueva Constitución es el establecimiento de asambleas regionales. Se enmarcan, desde luego, en la iniciativa más amplia de avanzar hacia un Estado Regional, instalando cuerpos autónomos a nivel comunal y regional, los que, en combinación con el Gobierno Regional, constituirían una de las claves del régimen político en construcción.
No se trata de algo realmente original. La existencia de cuerpos colegiados provinciales se remonta a los primeros años de la república. Ahora que se anuncia su regreso, conviene dar un repaso a su historia.
En las primeras juntas, aun antes de la Independencia, se planteó la cuestión de la distribución territorial del poder, incorporando representantes de las provincias. La década convulsa de 1823 a 1833 fue testigo del auge de las asambleas provinciales. Comienzan en 1822, en verdad, con la “asamblea de los libres”, de Concepción, que, junto a Coquimbo, precipita la abdicación del Director Supremo Bernardo O'Higgins. Durante el primer ciclo liberal, antiautoritario y descentralizador, las asambleas fueron actores clave de la política chilena. Operaron de facto, en 1824; luego por mandato legal, durante el breve momento federal, para alcanzar reconocimiento constitucional con la vigencia de la Carta de 1828.
Sucumbieron con la Constitución de 1833, que encarnó el ideal de un “Estado fuerte, centralizador”, que preconizaba Diego Portales. En forma paulatina, intendentes designados y la burocracia estatal, que se desplegaba por el territorio, fueron coartando el poder de las élites locales. Las rebeliones de 1851 y 1859 demandan, sin éxito, su reinstalación, tras lo cual se entroniza el centralismo.
La vigencia de la Carta de 1925 renovó la promesa de autogobierno, con la creación de Asambleas Provinciales… pero solo en el papel, pues nunca se dictó la normativa que les daría vigencia efectiva. De manera que permanecen, en nuestra historia constitucional, como un ejemplo paradigmático de disposición programática.
Durante las cinco décadas de su vigencia no se avanzó en la construcción de una gobernanza regional. Aunque desde Corfo, y luego de Odeplan, se diseñó una nueva división administrativa, fue el régimen militar el creador de las actuales regiones. Estas respondían a la aspiración de establecer unidades capaces de ejecutar presupuestos y programas regionales. Resurgen durante esta época los cuerpos colegiados, en la forma de Consejos Regionales de Desarrollo, con una estructura corporativa o funcional, proveyendo a los intendentes designados de un hilo conductor con la ciudadanía.
Con el regreso de la democracia, Patricio Aylwin intenta hacerse cargo de la deuda con la autonomía de las regiones. Promulgará, simbólicamente, en la Universidad de Concepción, el proyecto de ley que pone en marcha los gobiernos regionales, integrados por un intendente y un consejo regional. Su alcance era muy limitado, pues en tanto que el primero permanecía como un funcionario de exclusiva confianza del Presidente, los consejeros, elegidos indirectamente hasta 2009 por los concejales de las comunas, adolecían de un arraigo popular tan exiguo como el presupuesto que administraban. Con todo, el Gobierno Regional era un germen de un nuevo paradigma de gobernanza territorial. Con la elección directa de gobernadores y el inminente traspaso de funciones y recursos, ya comienza a concretarse.
Dentro de ese cuadro se inserta la propuesta de la Convención de establecer asambleas regionales. A diferencia de la estridencia que ha acompañado otras innovaciones, esta resulta más bien modesta. Del texto propuesto no aparecen grandes cambios: administrarán sus bienes, autorizarán las convocatorias a plebiscitos, administrarán y ejecutarán el presupuesto regional. La posibilidad de crear empresas públicas, ya presente en el texto vigente de la Carta de 1980, ahora podrá ser acordada por la asamblea regional. Lo más novedoso son las atribuciones para el ordenamiento territorial, desarrollo urbano y manejo de cuencas; así como sobre la evaluación ambiental de proyectos. La decisión de inversión de los “fondos solidarios”, hoy inexistentes, pero que en el futuro pueden ser cuantiosos, resulta potencialmente muy interesante.
El anunciado regreso de las asambleas, con la incertidumbre que rodea al plebiscito, resulta impredecible. Sí es claro que, con nueva Constitución o sin ella, asistimos a un positivo proceso, por demasiado tiempo retardado: el fortalecimiento de los gobiernos regionales y la necesaria redistribución territorial del poder y los recursos públicos.
Armando Cartes Montory
Historiador, profesor titular Universidad de Concepción