El de hoy podría ser un día histórico. Debería serlo. La ciudadanía —o el grueso de ella, al menos— debería estar hoy esperando con alborozo la ceremonia de entrega del texto constitucional que se le propone. En lugar de eso, y por lo que nos informan las encuestas, se encuentra decepcionada, cuando no profundamente preocupada. Razones no le faltan. Al contrario, le sobran. El texto adolece de innumerables defectos, algunos muy graves, que, para peor, serán muy difíciles de corregir. Entre ellos se encuentra también la ambigüedad de ciertas disposiciones —como el alcance del consentimiento indígena— que, pese a lo que digan los más entusiastas del proyecto (que son cada vez menos, por cierto), no tienen una lectura unívoca. Así, un proyecto constitucional que representaba una oportunidad histórica para resolver la disputa constitucional y sentar las bases para el entendimiento y la concordia cívica por un largo período de tiempo, se convirtió en un nuevo motivo de discordia e inquietud: en lugar de procurar consagrar instituciones que fueran representativas del grueso de la población, la mayoría de los convencionales se regodeó en proponer otras, muy de su gusto, pero que, por lo visto, solo representan a una parte minoritaria de la ciudadanía. Aunque el 4 de septiembre sabremos realmente cuán representativo resulta el proyecto, no hay que engañarse en lo siguiente: si este es aprobado por un estrecho margen, habrá sido un fracaso y el “problema constitucional” seguirá vigente, aunque esta vez con una Constitución peor —mucho peor— que la actual.
Los convencionales debieron orientarse en su propuesta por el 80% que adhirió al proceso y no por la composición efectiva que finalmente tuvo la Convención. Esa composición demuestra que mecanismos institucionales como los quorum supramayoritarios pueden tratar de crear condiciones para la morigeración y racionalidad de la discusión política, pero que no son infalibles en ello. Los convencionales quedaron entregados a su propia prudencia, y el resultado lo tenemos a la vista.
Como varios convencionales no querían perder la oportunidad para hacer gala de su fanatismo, decidieron aprovechar la oportunidad que les ofrecía la ceremonia final para desairar a los expresidentes, poniendo en duda su invitación. ¿Acaso los expresidentes son indignos de participar en dicha ceremonia? ¿No tienen las suficientes credenciales democráticas para ello? Si se echa un vistazo a algunos de los invitados —algunos, admiradores confesos de, valga la redundancia, dictaduras comunistas—, es difícil evitar la conclusión: el proceso constituyente fue secuestrado precisamente por aquellos que se oponían a él, y quienes lo impulsaron quedaron fuera del mismo. Eso explica la impopularidad de la Convención y el carácter sectario de la ceremonia final.
Felipe Schwember