Esta cinta colombiana de Apichatpong Weerasethakul, el más importante de los cineastas tailandeses y una de las figuras prominentes del cine del siglo XXI, iba a ser exhibida solo en salas pequeñas, eludiendo los grandes circuitos, y no pasaría por los formatos caseros ni por las plataformas de streaming. Como suele ocurrir, la realidad modificó esta estrategia después de que ganara el premio del jurado en Cannes y fuese designada como la postulación oficial de Colombia para el Oscar. Además de las salas de arte, en agosto entrará en Mubi.
Como todo el cine de Weerasethakul, es una película pausada, reflexiva, prolongada y, a la vez, hipnótica e intensamente sensorial. La leve historia solo sirve para dar pistas a la interpretación más plausible, pero de ningún modo para cerrarla a una sola posibilidad. En el largo plano inicial, Jessica (Tilda Swinton) escucha un golpe extraño, profundo, y despierta sobresaltada. Ella es una escocesa que comercia con flores desde Medellín, que ha viajado a Bogotá para visitar a una hermana enferma. Obsesionada por lo que ha escuchado, va a ver a un compositor de música electrónica para tratar de reproducir ese sonido misterioso con la mayor precisión posible. El ruido parece asociado a la desaparición de las personas con que se reúne, su muerte o su inexistencia, acaso como la tribu de “la gente invisible” que según su hermana habita en el Amazonas, o como los huesos que están apareciendo en la ciudad, posibles restos milenarios.
El relato se quiebra cerca de la mitad del metraje, como es usual en las películas de este cineasta tailandés: la segunda parte es una especie de reflejo y eco de la primera. En este caso, Jessica se reúne con un personaje borgiano: un viejo artesano que “lo recuerda todo” y que por eso mismo no ve televisión, porque se desbordaría de imágenes. El artesano acompaña (¿incita?) a Jessica a adentrarse en el misterio de sus recuerdos, en los que el enigmático ruido ocupa un lugar especial.
En la huella de los grandes cineastas místicos, Weerasethakul practica un realismo puntilloso, atento a los detalles físicos de las cosas. Y con ese método entra también en la materia —pero la materia filmada: evanescente, incierta—, para abrir el espacio a las preguntas esenciales de la existencia: qué es, para qué, cuán difusa es la frontera entre la vida y la muerte (y entre la memoria y la adivinación), y especialmente, cuál es el lugar que le toca en el universo. (Un giro inusitado en el final ofrece una suerte de salida cómica).
Memoria es una de las grandes obras del cineasta tailandés, un verdadero fresco de esos temas y obsesiones que lo han convertido en uno de los directores más sorprendentes de estos días, cuando parecía que ya todo estaba dicho. Imprescindible.