Las encuestas recientes coinciden en que los niveles socioeconómicos más altos tienen mayor intención de votar Apruebo que los niveles más bajos (CEP, Cadem, Pulso Ciudadano). Lo mismo ocurre con la aprobación del Presidente Boric: es mucho más popular en la parte alta de la escala social. De hecho, pese al tinte generacional que tienen tanto la Convención Constitucional como el Gobierno, las diferencias por, llamémosle, clase social, en el Apruebo y en la evaluación de Boric son más grandes que las que se observan por edad.
¿Por qué aquellos que le hablan al pueblo no logran concitar su apoyo? Si miramos los tres problemas a los que las personas creen que el Gobierno debiera dedicar el mayor esfuerzo, según la CEP, hay un consenso transversal por dos temas de seguridad: delincuencia y, más abajo, narcotráfico; y tres de provisiones básicas de un Estado de bienestar: pensiones, salud y educación. Cierto, la delincuencia y la educación preocupan más a los grupos socioeconómicos más altos, mientras que las pensiones y la salud, a los más bajos, pero todos ellos son prioritarios para todos.
En el grupo más bajo, no obstante, luego de estas cinco prioridades, aparecen con fuerza los sueldos y el empleo, mencionados ambos por cerca de un quinto de los encuestados. Estos dos temas sobre algo tan de cada día como el trabajo apenas se mencionan en el grupo socioeconómico más alto (11 y 5%, respectivamente). En cambio, destacan ahí problemas menos inmediatos en las condiciones de vida, como la desigualdad y el medio ambiente, ambos nueve lugares más arriba que en el grupo más bajo (en una lista de 18 temas).
¿Será que la clase trabajadora demanda una mayor centralidad del trabajo (valga la redundancia) en el debate político y que ello la distancia de las nuevas demandas de la izquierda? A menudo parece que el discurso progresista actual, fértil en conceptos de poco uso común (“enfoque interseccional”, “diversidad sexo-genérica”), resuena más en las universidades que en los sindicatos. Y es posible que la preocupación popular por el trabajo solo se acentúe en un futuro de crisis económica e inflación.
En Estados Unidos, la percepción, por parte de la clase trabajadora, de un abandono de sus condiciones materiales de existencia, en favor de pequeñas minorías identitarias, ha sido parte del sino del Partido Demócrata. Mientras en la campaña de 2016 los demócratas peleaban contra la separación por sexo en los baños de las escuelas, los hombres del 10% más pobre constataban que en los últimos cuarenta años sus salarios reales habían caído 13% (CRS, 2019). Y Donald Trump supo aprovecharlo. (Ya en 1985, un senador demócrata sugería que el desafío es cómo preocuparse de las minorías sin convertirse en un partido de minoría.)
En un fantástico ensayo, el intelectual demócrata Mark Lilla indaga en las razones por las que los demócratas han ido perdiendo el apoyo de sus bases históricas. Afirma, provocadoramente, que la causa no es el dinero en manos del bando republicano, ni su poder en los medios, ni sus campañas del terror, tampoco su racismo. Para Lilla el problema es que los demócratas, al irse fascinando con la identidad individual, se quedaron sin una idea de lo que los ciudadanos comparten y lo que los une como nación.