“¡El pueblo unido avanza sin partidos!”, corean los convencionales como despedida por los pasillos de una Convención que se termina. La consigna resuena como un mantram que resume lo que realmente ocurrió en estos meses de debate constitucional. Y está compuesta de dos afirmaciones que no siempre estuvieron juntas en la historia de nuestra izquierda. “El pueblo unido jamás será vencido” era una hermosa proclamación de buena voluntad de los setenta, pero que no se vio reflejada en la realidad: la división al interior de la Unidad Popular le costó cara al Presidente Salvador Allende, quien terminó solo en La Moneda, en una muerte heroica que también debiera interpelar a quienes no supieron estar a la altura de los tiempos. Y vino la derrota. La amarga y dolorosa derrota: y quien tuvo que sufrirla fue el mismo pueblo, cuyos líderes no supieron conducir bien.
La segunda afirmación: es “sin partidos”. Late ahí una pulsión de democracia directa, con visos anarquistas, totalmente distinta a la de la década de 1970, donde los partidos eran fundamentales en la izquierda, y robustos. Y tenían base obrera real. Hoy, una parte de la izquierda, otrora militante, se embriaga con la utopía de un pueblo sin dirección política, que avanza solo hacia las “anchas alamedas”, un pueblo que se salta las formalidades de una democracia representativa que desprecia y que siente como obstáculo para llegar a la tierra prometida. Hay evidentemente un componente religioso inconsciente en este impulso del “pueblo elegido”. Muchas veces, al escuchar a los convencionales defender sus propuestas en la Convención, uno tenía la impresión de que estaban expresando una verdad revelada que los demás, los otros, nosotros (la “casta” o el “sanedrín”) no lográbamos entender.
Pero volvamos a la consigna y a la promesa implícita en ella. En primer lugar, ¿de verdad el pueblo está más unido después que antes del proceso constitucional? Los datos son demoledores: ese más del 70% del Apruebo del plebiscito de entrada se esfumó en el aire, y nos acercamos a un escenario de polarización entre el “apruebo” y el “rechazo”: el pueblo está partido en dos. Y el texto no ofrece más unidad y cohesión: la plurinacionalidad es una “caja de Pandora” de muchas divisiones y discordias futuras entre “pueblos” distintos. Pueblo unido no hay. Y se tiene la ilusa pretensión de hacer transformaciones de gran envergadura con una minoría política, el mismo error de los sectores más radicales y sectarios de la Unidad Popular. La izquierda radical no aprende, vuelve a invitar a su propio pueblo a una derrota: a veces es solo una derrota electoral; otras, una tragedia (como la de 1973).
La causa del fracaso de la Convención fue justamente que, ante la decadencia de nuestros partidos locales, una parte importante de los ciudadanos —en un voto de castigo y molestia— premió a listas supuestamente independientes y “del pueblo” que resultaron ser el fiasco que ya conocimos. La casi irrelevancia de los partidos políticos en la deliberación constituyente explica que no se haya podido llegar a un texto medianamente razonable. Sin partidos es casi imposible “cocinar” acuerdos. Excluyo a un partido de ese juicio: el Partido Comunista, al que hay que reconocerle que trabajó con profesionalismo político: fue capaz de cooptar a los supuestos “independientes del pueblo” detrás de sus propuestas. La consigna debiera ser entonces: “¡El pueblo desunido avanza detrás de un solo partido!” (un partido que suele convertirse después, si triunfa, en partido único).
¿Y los otros partidos, los de centroizquierda, qué hacen? Con un sadomasoquismo incomprensible, se preparan para entrar en el fuego de la revolución constituyente, que para ellos será hoguera. Y a Chile, al verdadero pueblo real de Chile, no le está gustando esto. Le parece ya haberlo vivido antes. Nietzsche lo llamó el eterno retorno de lo mismo.