Hace algunas horas, he terminado de leer la última versión del texto que nos será propuesto el 4 de septiembre. Es un texto difícil, he debido volver muchas veces sobre varios párrafos. Devolver las páginas, intentar referencias cruzadas para entender el sentido de artículos, incisos e incluso palabras. Nada de esto, en principio, es una novedad. Los abogados sabemos que eso es común al enfrentar cualquier texto jurídico nuevo, con el que no estamos largamente familiarizados.
Hay aspectos de esta propuesta que me conmueven, como la definición de Chile como un Estado Social de Derecho. También, y a pesar de las múltiples críticas, soy partidario de consagrar en nuestra Constitución, como derechos sociales, lo que el mundo civilizado hace mucho tiempo considera derechos, y no comparto, en principio, la opinión de quienes piensan que para consagrar un derecho se requiere, de antemano, haber resuelto cada detalle de su implementación o financiamiento. Hay, por lo tanto, una parte de esta nueva Carta que me encantaría abrazar y que siento que se corresponde no solo con anhelos justos e históricos, sino con la dignidad de nuestros ciudadanos.
Hoy resulta redundante decir que voté Apruebo. Cuatro de cada cinco chilenos lo hizo. Cada cual, por motivos distintos. Algunos, tal vez, por simple cálculo utilitario o miedo. ¿Quién los podría criticar? Esos cálculos y ese miedo, descritos ya por el viejo Hobbes, han sido parte de las motivaciones más profundas del ser humano para superar el estado de naturaleza y crear una sociedad entre iguales.
Yo, en cambio, voté Apruebo porque tenía la profunda convicción de que más allá de todas las reformas, más allá de las indiscutibles correcciones sufridas por la actual Constitución desde el año 1980, esta era aún una Carta que no era vivida ni experimentada por las personas como propia. Como un conjunto de reglas legítimas, a las que podemos tener, si no afecto, al menos respeto. Voté Apruebo, muy especialmente, como un testimonio y un homenaje a las palabras de Jorge Millas en el Teatro Caupolicán, cuando con motivo del “plebiscito” de 1980 nos dijera:
“Independientemente de sus flagrantes contradicciones, consagradas en el artículo del Proyecto, independientemente de sus aberraciones jurídicas, el nuevo orden político será, por falta de autenticidad del consenso originario, un verdadero desorden espiritual. Podrán saludarlo las autoridades y sus partidarios con alegría, porque así consolidan su poder e imponen sus doctrinas, incluso las económicas. Pero no será una alegría realmente nacional, no expresará la concordia mínima que la República necesita. El problema de la Nueva Constitución seguirá siendo la gran tarea histórica de los chilenos libres”.
En mi mente resuenan esas palabras como un taladro, y eso hace tan difícil esta decisión. Como he dicho, he leído con cuidado el texto que se nos propone, no solo esta última versión armonizada, sino cada una de las que fueron emanando del pleno, lo he hecho con la más genuina intención de encontrar en el texto esas ideas, esos consensos, esa legitimidad, que pudiera colaborar en la gran tarea histórica de los chilenos libres, y sin embargo, con angustia, y luego de habérmelo negado a mí mismo por semanas y hasta meses, me doy cuenta de que no puedo aprobar este texto. Sus problemas son demasiado graves, en sistema político, en sistema de justicia y también en la manera en que trata el desafío que supone abrazar a nuestros pueblos originarios.
Quienes me conocen, con quienes he tenido oportunidad de conversar, personalmente o a través de las redes sociales, saben que he intentado por todos los medios encontrar argumentos para aprobar. Los hay, y sin embargo no son suficientes, pues esta propuesta de Constitución no logra, finalmente, cumplir con tal vez el único requisito que para mí era indispensable: expresar la concordia mínima que la República necesita y permitir imaginar a partir de esta nueva Carta un camino en común para seguir avanzando.
No aprobaré, con el corazón partido, literalmente, pero lo haré también exigiendo, como un ciudadano cualquiera, que la clase política nos garantice que este no es el final del camino, que, a pesar de las inmensas dificultades, antes del 4 de septiembre existirán compromisos explícitos y sinceros de construir una nueva Constitución que mantenga todo lo muy bueno de la propuesta, pero supere aquellos elementos que hacen inviable su implementación tal y como se nos ha propuesto.
Rodrigo Castillo
Abogado, director académico del Magíster en Regulación
Económica de la U. Adolfo Ibáñez