Eran las 08:10 del domingo 7 de diciembre de 1941 cuando las Fuerzas Armadas de Estados Unidos sufrieron el mayor bombardeo en su historia. Pearl Harbor quedaba destruida a manos de la fuerza aérea de Japón.
Con perspectiva histórica, impresionan las múltiples señales previas que advirtieron dicho ataque. En 1940 las máquinas Magic de la inteligencia norteamericana habían descifrado mensajes japoneses en Código Púrpura donde se revelaba su interés por la ubicación exacta de la flota y las baterías antiaéreas. A principios de 1941, el embajador peruano en Tokio había escuchado una conversación donde el intérprete japonés del Ministerio de Asuntos Exteriores decía “la flota americana desaparecerá”, lo que transmitió a su colega norteamericano en Tokio, quien a su vez avisó a Washington. Luego, sería el mismo embajador norteamericano en Tokio, Grew, quien advirtiera tres meses antes del ataque “la inminente ofensiva japonesa en las costas norteamericanas”.
En octubre de 1940 el almirante Richardson se entrevistó con el Presidente Roosevelt, a quien manifestó su preocupación por un ataque sorpresa sobre su flota; el resultado fue la baja y su reemplazo por el almirante Kimmel, un “yes man” del poder.
Chile está a poco de vivir su propio Pearl Harbor en la macrozona sur. La creciente escalada de violencia, en cantidad y en objetivos; la permanente minimización de parte de la autoridad de turno; la normalización de los hechos de parte de algunos medios de comunicación; la falta de capacidad investigativa y de inteligencia de los órganos del Estado; las bajas sanciones o la permisividad judicial para con los escasos condenados; la validación de la violencia en atención a la “justa causa” que supuestamente persigue, y la reciente doctrina presidencial de no perseguir los llamados a la sublevación armada, pueden responder, al igual que en Pearl Harbor, a un sesgo cognitivo de la sociedad para con la situación.
Esto ocurre —al decir de Kahneman y Tversky— cuando un sujeto posee una convicción o visión de sí mismo o de la sociedad que, al ser confrontada de manera diversa por otros, procede a negarla o minimizarla, desconociendo y desacreditando a quienes opinan de manera diversa. Este fenómeno que ayer significó obviar todas las advertencias sobre el ataque japonés, hoy en Chile amenaza nuestra convivencia en paz y tranquilidad.
La violencia, el terrorismo, el homicidio, la presencia de personas con preparación militar, la proliferación de armas, de zonas imposibles de acceder y los ataque impunes a una ministra de Estado son señales suficientes para terminar con este sesgo cognitivo y asumir de una vez que se debe enfrentar de manera directa y sin eufemismos al terrorismo y la violencia, defendiendo la democracia y el Estado de Derecho.
De no superar ese sesgo cognitivo, estaremos en presencia de su estado posterior: la ceguera cognitiva, que nos puede llevar a no actuar o a hacerlo cuando sea demasiado tarde, tal como ocurrió en Hawái y también el 18-O que “no lo vimos venir”.
En este escenario, parece aún más grave que la propuesta de nueva Constitución elimine la única herramienta constitucional para combatir la grave afectación de la seguridad interior; con ello se despojará al actual y a los futuros gobernantes de una herramienta que objetivamente ha resultado aportar en algo a la disminución de la violencia.
Chile no merece inacción, ineficiencia, desidia o sesgo cognitivo de parte de quienes son los responsables o de quienes ejercen funciones de liderazgo u opinión, porque para las próximas autoridades podría ser demasiado tarde.
Felipe Harboe Bascuñán
Abogado, exsubsecretario del Interior