La historia de la arquitectura narra uno de los impulsos más elevados del ser humano: la creación de aquellos lugares que dan sentido a los actos de la vida. Pero es también la historia de la pérdida –accidental o deliberada– de innumerables maravillas, singulares e irrepetibles, desaparecidas por catástrofes, cataclismos, guerras, revoluciones o torbellinos modernizadores. Todas las ciudades del mundo, en todas las épocas, han debido llorar la pérdida de monumentos y tesoros arquitectónicos que fueron erigidos para la eternidad y formaron parte de la identidad colectiva. El elenco es fascinante: el Partenón de Atenas se mantuvo intacto durante 2.000 años hasta que una explosión lo dejó en ruinas en una guerra en 1687. De la Roma imperial pocas obras sobrevivieron el despojo de los bárbaros, y aquellas que lograron resistir fueron convertidas en cantera de materiales nobles para los palacios del Renacimiento. París es un caso notable: la revolución de 1789 tuvo por símbolo la demolición de La Bastilla y se destruyeron numerosos monumentos y edificios, pero la verdadera catástrofe fue la renovación urbana del intendente Haussmann entre 1853 y 1870, que trazó una red de amplias avenidas por encima de la ciudad medieval, arrasando con todo lo que se interpusiera a su paso, sin importar su valor. Luego, en La Comuna de 1871, se perdieron en el fuego los palacios de Las Tullerías y Orsay (Consejo de Estado y Contraloría) y el antiguo Hôtel de Ville o municipalidad, con su archivo milenario. Toda Europa, tras las grandes guerras del siglo XX, perdió cientos de construcciones magníficas y con ellas, su paisaje urbano. En Nueva York, la vorágine capitalista de posguerra destruyó edificios tan importantes como la estación Pennsylvania o el rascacielos Singer, y la indignación causada contribuyó a la creación, en los años 60, del poderoso movimiento conservacionista. Santiago tiene sus propios dolores: desde luego, el puente de Cal y Canto (“Demasiado puente para tan poca ciudad”, como diría un cronista en el siglo XVIII); la bellísima Estación Pirque, hermana de la Estación Mapocho, que duró en pie apenas 30 años; la destrucción de 20 manzanas en el centro histórico de Santiago, repletas de joyas arquitectónicas, para construir la avenida Norte-Sur...
Las ciudades no vuelven atrás en el tiempo, si bien en toda la Europa de posguerra se han reconstruido fabulosos edificios perdidos. Esto es posible gracias a un ejército de arquitectos y fotógrafos que, en los albores de la guerra, registraron minuciosamente cada inmueble importante. La arquitectura se conserva en la memoria histórica gracias a ese lenguaje propio de la disciplina, desarrollado desde el Renacimiento en adelante mediante incontables publicaciones, y complementado con la fotografía a partir de 1850. Es una descripción planimétrica exacta, en todas las escalas necesarias, de manera que el universo de formas y espacios imaginados y construidos persiste y se conserva más allá de la materia, en una dimensión virtual y eterna y siempre disponible a los sentidos.