Cuatro sillas vacías en la ceremonia de entrega de la propuesta de texto constitucional en el ex-Congreso hablarán con elocuencia sobre el espíritu que ha animado a la mayoría de la Convención Constitucional a lo largo de un año. Aunque han trabajado arduamente, enamorados de sus identidades y convencidos de representar “por primera vez en la historia” al Chile real, a la mayoría de la Convención, actuando con intransigencia y soberbia, no le interesó recuperar nuestra historia ni dar a luz una idea integradora de Chile.
Lejos quedó la ilusión generada por el plebiscito de entrada al proceso constitucional, en que un 78% de los ciudadanos se manifestó de acuerdo con dar el vamos al tan anhelado y reclamado múltiples veces a lo largo de 30 años proceso de cambio del contrato social. Suponíamos que el desarrollo constituyente nos permitiría encaminarnos hacia un puerto de renovación de la legitimidad de las instituciones y de superación de la grieta que separa a los chilenos. Pero la Convención, celebrando la violencia del estallido social, nos devolvió a la realidad entregándonos un país más debilitado y dividido que al inicio del proceso.
Dicen que no es necesario dramatizar más de la cuenta. Aunque la democracia a nivel global parece ser una especie en peligro de extinción, se podría vivir con una mala Constitución; de hecho, lo hicimos desde 1980. Es lo que piensa el 30% de los chilenos y chilenas que votarán Apruebo con la esperanza de reformar. Coincide con esta mirada el otro 30% que votará Rechazo con la ilusión de reiniciar un nuevo proceso que esta vez sí llegue a puerto. El problema es que esa voluntad mayoritaria quedará atrapada, impotente, estéril ante la opción binaria del plebiscito y la negativa del Gobierno de “ponerse en todos los escenarios”.
Un acuerdo constitucional ampliamente mayoritario y legitimado nos proveería las armas para enfrentar la situación de disolución en que se encuentra Chile. No se trata solo de que deberemos vivir décadas de predominio de los particularismos, sino del hecho de que la violencia se ha instalado poniendo en jaque la vigencia del Estado de Derecho, la exclusividad del uso de la fuerza por parte del Estado y el correspondiente monopolio estatal de las armas. Lo vemos en el norte y en el sur, en las poblaciones azotadas por el narcotráfico, en las calles tomadas, en los espacios públicos destruidos, en los buses quemados a las puertas de los colegios otrora emblemáticos de la educación pública.
Como persona de centroizquierda, no puedo vivir este resultado sino con frustración. Nunca antes las izquierdas chilenas habían tenido una mejor oportunidad para intentar asumir “la dirección intelectual y moral” del país, es decir, para intentar ejercer una hegemonía cultural generosa a través de la cual los valores de la igualdad, la libertad y la democracia se instalaran como consensos fundantes de un nuevo ciclo histórico en Chile. Convergieron para dar esta chance el proceso constituyente dominado por una mayoría históricamente subordinada y la conquista del gobierno por parte de una generación y coalición de clara vocación transformadora. Sin embargo, la oportunidad parece haberse extraviado en un marasmo de incompetencia política, sectarismo y espíritu exaltado.
Ricardo Brodsky