Algunos detractores de la Constitución vigente han sido especialmente críticos del principio de subsidiariedad que la inspira. En concreto: fustigan que el Estado se haga cargo exclusivamente de aquellas actividades de relevancia social que los particulares no quieran o no puedan desarrollar. Les resulta más justo que el Estado asuma un papel más activo en la organización de la sociedad mediante la prestación directa de bienes y servicios a las personas, y el aseguramiento de las libertades individuales a través de la acción estatal.
Por lo anterior, resulta muy curioso que los mismos críticos del principio de subsidiariedad lo impulsen decididamente al regular en el texto constitucional las relaciones colectivas de trabajo. Me explico: se propone que las organizaciones sindicales decidan libremente el nivel en el cual quieren negociar colectivamente con los empleadores (rama o sector de la actividad económica, o bien, zona geográfica donde están ubicadas las empresas) y los intereses que pretenden defender con el ejercicio del derecho a huelga. En ambos casos, el borrador de la Convención no fija límite alguno a los sindicatos, y estos podrán forzar a los empresarios a negociar colectivamente en el nivel que les parezca pertinente, y, en caso de negativa a hacerlo, dispondrán de la eficiente herramienta de la huelga para persuadirlos de aquello.
Del mismo modo, como he insistido, las organizaciones sindicales podrán utilizar el derecho a la huelga para defender el interés que les plazca y no solo aquellos relacionados estrictamente con el ámbito laboral.
En resumidas cuentas, la propuesta constitucional exonera al Estado de intervenir en la relación laboral y deja a los trabajadores y empleadores en una suerte de laissez-faire que les permite negociar colectivamente directamente en el mercado y sin sujeción a prácticamente ninguna regla estatal. El Estado renuncia a su papel de regular el conflicto colectivo y les entrega a los actores sociales una amplia autonomía para resolver sus diferencias a través de la huelga y acordar sobre distintas materias con un solo margen: el respeto a los derechos irrenunciables de los trabajadores.
En cuanto a la autotutela, cuando en el Derecho extranjero se opta por un modelo tan liberal de relaciones colectivas, suele otorgarse a los empleadores el derecho al lock out o cierre temporal de la empresa como una manera de satisfacer el principio de igualdad de armas de las partes en conflicto. Ello es así porque el lock out constituye una medida de presión otorgada a los empleadores como una represalia que podrían adoptar ante una huelga hecha efectiva por los trabajadores. El borrador omite referirse al lock out, ya sea para prohibirlo (Portugal), o bien, para reconocerlo como un derecho fundamental del empleador (España). Las disposiciones transitorias aprobadas le dan un plazo de 18 meses al Ejecutivo para adecuar las leyes laborales a los derechos a la libertad sindical. Es muy probable que la ley regule el lock out como un derecho defensivo de los empleadores y subordinado a la huelga.
Como se ha dicho, el papel que la Convención reserva al Estado en materia de Derecho colectivo es muy limitado: regular los servicios esenciales en los que la huelga puede ser prohibida por la existencia de una amenaza evidente e inminente para la vida, la seguridad o la salud de toda o parte de la población, como, por ejemplo, el sector hospitalario, los servicios de abastecimiento de agua y de electricidad, y el control del tráfico aéreo. La ley debería definir cuáles son los servicios esenciales y establecer un procedimiento para su fijación. En el mismo sentido, el Estado podría cumplir un rol restringido de mediador de los conflictos colectivos (como lo hace hoy la Dirección del Trabajo) y, eventualmente, de árbitro, y, en ambos casos, siempre y cuando se trate de procedimientos voluntarios y no obligatorios.
Al fin y al cabo, la Convención mantiene el principio de subsidiariedad en el texto constitucional, solo que, en vez de permitir el libre desenvolvimiento de la actividad económica a los particulares, vuelve más difícil su desarrollo, porque el Estado se abstendrá de intervenir en el conflicto del capital y el trabajo, y dejará que la mano invisible del mercado lo resuelva (al costo económico y social que sea), y con una evidente desventaja para quienes producen los bienes y servicios en beneficio de la comunidad.
Luis Lizama Portal
Director del Departamento de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social (Universidad de Chile)