Hay ideas y discursos que tienen buen lejos. Se ven interesantes y relucientes. Invitan y convocan. Pero si uno se acerca y los analiza con detenimiento, los mastica y digiere, aparecen torpezas, contradicciones y vacíos, que nos obligan otra vez a alejarnos. O a mostrarnos escépticos o, incluso, a oponernos.
Ya sabemos que el proceso de la Convención Constituyente (CC) ha sido polémico y desgarrador. Puede ser que estos sean dolores de parto y podría ocurrir que, mirado con la distancia que nos regala la historia, lleguemos a considerar a los 154 constituyentes como los padres y madres fundadores de una nueva patria.
Quizás, los planos de esta nueva casa —que son difíciles de descifrar, convengamos— nos van a asegurar bienestar, crecimiento y paz social, y Chile en una decena de años más sea visto como un ejemplo para la región y el mundo. Un lugar que solucionó las naturales tensiones que emergen del indigenismo, ambientalismo, regionalismo y feminismo. Un país con crecimiento económico y cuyas variables de bienestar y sostenibilidad sean superiores a las de sus vecinos.
Al leer el borrador de la Constitución por encima, a la carrera, uno se puede llevar una buena impresión general. O sea, se puede decir que tiene un buen lejos. El preámbulo habla de los dolores del pasado y del estallido social y de la necesidad de tener una mirada de futuro y cambiar nuestros destinos con la fuerza de la juventud, a través de un proceso democrático. Interesante, ambicioso y épico.
La guía práctica elaborada por la misma CC resume los diez pilares del borrador y asevera con entusiasmo que la Constitución es una brújula —una guía que conduce y acompaña las decisiones para que una sociedad avance, crezca y se desarrolle—; que este proceso “cautiva la atención del mundo entero” y que sería la “primera Constitución escrita democráticamente”. Por último, declara que se trata de un hito histórico, con exclamaciones incluidas. Harto autobombo.
Sin embargo, acercarse al texto implica apreciar su contenido y fundamentos, anticipar las consecuencias que habrá de generar y pronunciarse sobre la bondad y coherencia de sus propuestas, teniendo en cuenta nuestro país y sus valores, su realidad política, social y jurídica. Ese es un proceso a fuego lento y que requiere experticia sobre el tema específico que se quiere analizar. Ahí no basta la mirada rápida ni las impresiones generales. Tampoco la buena intención de los autores del texto en revisión. Como se dice, el diablo está en los detalles y se requiere “entrar a picar” y revisar bien, de cerca, qué se propone hacer.
Al final, la Constitución será buena o mala por los resultados que genere su aplicación, lo cual obliga a que el documento político —ese que tiene tan orgulloso a una mayoría de la CC— mute a uno jurídico. Solo ahí vamos a saber qué tan certero fue nuestro juicio sobre el mérito de la Constitución. El resto son pretensiones academicistas, políticas o activistas sin cable a tierra. De ahí la importancia de revisar los detalles del borrador, lo que implica tener que elegir tales temas.
En lo que me queda, déjenme transmitirles mi percepción sobre las normas de libre competencia incluidas en el borrador. Lo hago a modo de ejemplo, porque creo que este es un tema esencial para el crecimiento económico. Un proceso similar debiera hacerse con los otros temas gruesos del borrador.
Voy a ir al grano: las normas sobre libre competencia contenidas en el borrador son deficientes e incluso podrían obstaculizar la labor de la autoridad. Además, se estaría perdiendo la oportunidad de decir algo preciso y útil como que el Estado debe defender la libre competencia y las empresas estatales deben regirse por las mismas normas que los privados (Streeter, 2021).
Hay cuatro frentes principales. El primero es estructural y se refiere a la necesidad de respaldar a la economía de mercado como motor del desarrollo y como el mecanismo más eficiente para allegar recursos, vía impuestos, al Estado. Conceptos como economía solidaria o pluralismo económico poco ayudan en ese sentido. En ese contexto, donde se busca una mayor participación del Estado en la economía a través de la constitución de empresas, tanto a nivel central, regional o municipal —una opción ideológica válida, pero que puede hacer mermar el crecimiento que irroga una economía basada en la libre competencia—, se echa de menos la inclusión del principio de neutralidad competitiva.
Luego, se agregan tres artículos que tratan de describir las infracciones a la libre competencia. El ejercicio no solo es innecesario, sino que peligroso a ojos de un buen entendido. Y el resultado es francamente equivocado. Solo a modo ejemplar, porque circunscribe la colusión solo a las empresas (y se olvidan las personas naturales o las asociaciones gremiales); se restringen los abusos a los monopólicos (en vez de aclarar que se trata de un conjunto más amplio que incluye dominancia) y se incluyen las operaciones de concentración a pesar de que celebrarlas no constituye una infracción, sino que deben someterse a un procedimiento previo de aprobación que ya está convenientemente reglado. Además, se dice que se impedirá la concentración de la propiedad de los medios de comunicación, algo que ya está resuelto en la actual legislación.
En tercer lugar, se establece que los tribunales especiales serán de instancia y si es así se podría interpretar que se requeriría ser abogado para integrar el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia (TDLC).
Por último, y esto a mi juicio es lo más grave, se permite que el Ministerio Público, un servicio con una deficitaria experticia económica, inicie investigaciones criminales en forma paralela al proceso ante el TDLC, arrasando de paso con la delación compensada, descuido que, se dice, se arreglaría con una norma transitoria.
Hay algo más preocupante y triste que el frío análisis de los textos comentados. Si uno se adentra en las discusiones de la CC, encuentra un discurso básico sobre las colusiones en Chile y los casos emblemáticos como el de farmacias, pollo y tissue. Hasta ahí se entiende. Pero a continuación de ese diagnóstico, y sin advertir agua va, se pasa a exigir una regulación errada en la Constitución, con una discusión mínima —y me atrevo a decir frívola— y sin advertir que la actual normativa es adecuada y que esos carteles se desbarataron precisamente gracias al trabajo de las autoridades de competencia. En corto, poca información —no se les ocurrió siquiera invitar a las autoridades a exponer—, cero análisis de fondo y un mal resultado. Como se diría en el campo, “el pulso no va con la orina”.
Termino con otro refrán español: “A cada ley, pata de buey”. Su explicación es sencilla: “Para aprobar una ley —y agrego, con mayor razón, una Constitución— hay que proceder con gran pulso y reflexión, a fin de no exponerse el legislador a tener que revocarla, por causa de hacerse imposible su incumplimiento” (Sbarbi, 1922).
Sabios refranes, ¿no?