El escenario internacional se encuentra marcado por un fuerte pesimismo debido a las miserias que nos aquejan a los habitantes del planeta. Lejos está el optimismo del “fin de la historia” de Francis Fukuyama cuando argumentó que, con la desaparición de la Unión Soviética y el término de la Guerra Fría, se impondría la democracia liberal y la economía de libre mercado como idea dominante. Hoy cunde el malestar y la incertidumbre. Muchos añoran lo que ya no existe, y temen no saber hacia dónde nos dirigimos.
Experimentamos una serie de crisis de corto alcance y otras de carácter estructural; las crisis combinan dimensiones económicas, militares, sanitarias, ambientales y sociales.
Una prueba palpable de la crisis multidimensional que vivimos es la guerra desatada por Rusia contra Ucrania, un conflicto que Moscú no consigue ganar y que, crecientemente, se ha centrado en el control ruso de la tierra arrasada de los territorios de Donetsk y Lugansk.
En un discurso de una ceremonia conmemorativa del 350 aniversario del nacimiento de Pedro el Grande, Vladimir Putin se refirió a la anexión de los territorios ucranianos ocupados por considerar que históricamente le pertenecen a la Gran Rusia. Entretanto, los efectos de las sanciones a Moscú, sumadas a la retaliación del Kremlin mediante el corte al suministro de energía a países de Europa y el bloqueo a las cosechas de cereales, ha impactado fuertemente el proceso inflacionario mundial y la escasez de alimentos.
La economía mundial está sumida en turbulencias. La Reserva Federal de EE.UU. aceleró la ofensiva contra la inflación con la mayor subida de las tasas de interés en casi 20 años: tres cuartos de punto, para así frenar el alza de precios que aqueja a los consumidores estadounidenses y enfriar la economía. Elevar el precio del dinero en EE.UU. —y esta subida aparentemente no será la última— impacta al resto de la economía global. El Banco Central Europeo se reunió de emergencia para anunciar un mecanismo de compra de bonos ante los incrementos de las primas de riesgo de los países del sur de Europa, para evitar crisis de deuda. Lo que se quiere rehuir es una recesión, que algunos analistas creen altamente probable.
Las predicciones de crecimiento se han revisado a la baja, y la rigurosa política de “Cero Covid” de China no ayuda a una pronta recuperación de la economía global, afectando a países como Chile que tienen al gigante asiático como su principal socio comercial. A lo anterior se suma una pandemia que persiste y muta, causando estragos humanitarios y revelando las desigualdades entre países y al interior de ellos.
Y, entretanto, persisten las crisis estructurales. Una de ellas es que la democracia está bajo ataque a nivel global. Esto ha sucedido antes, pero ahora las herramientas que los autócratas esgrimen contra las sociedades abiertas y los derechos humanos son más sofisticadas y poderosas que en el pasado. Por eso, el populismo, en sus distintas variantes, se ha extendido por diversos continentes. En EE.UU. no se descarta la violencia política o incluso un intento de golpe de Estado en las próximas elecciones presidenciales, como el promovido por Donald Trump con el asalto de sus seguidores al Capitolio.
La globalización económica, con sus beneficios, dejó a muchos atrás y ahondó el desencanto con la democracia; el surgimiento legítimo de múltiples identidades desafía el sentido de comunidad y futuro común; la expansión del internet si bien amplió las fuentes de información, ha ido creando universos paralelos y adhesiones tribales en las redes sociales con sus propias verdades y valores, polarizando las sociedades. Un denominado “capitalismo de vigilancia”, fundado en una arquitectura digital omnipresente y en el poder de las empresas de big data erosiona la democracia de una manera aún más profunda.
A la tensión y desconfianza posguerra de Ucrania, que caracterizarán por años los lazos de EE.UU. y la Unión Europea con Rusia, se suma una tendencia larga del escenario global conformada por la declinación hegemónica de EE.UU. como la potencia de statu quo vs. la potencia ascendente, China. Esta será la rivalidad y contradicción principal en el sistema internacional de los próximos 20 años, en la cual Chile no debe tomar partido, actuando de manera inteligente y balanceada.
Las migraciones irregulares, el crimen organizado transnacional y el avance del cambio climático se han transformado en fenómenos de alcance global. Y el severo déficit de liderazgo internacional para concordar soluciones colectivas se hace cada vez más evidente. La solución para algunos es el camino propio; las respuestas soberanistas, inviables en un mundo de siglo XXI. Sin cooperación no existirán soluciones.
Un país relativamente pequeño como Chile debe persistir en la búsqueda de respuestas colectivas a problemas comunes; por ejemplo, con países like-minded (de criterios parecidos). Continuar con la apertura económica al mundo resulta esencial, así como reafirmar el respeto al derecho internacional, abordar una migración ordenada y segura, velar por las relaciones vecinales y un regionalismo con realismo, impulsar acciones para frenar el narcotráfico y el comercio ilegal de armas, e intercambiar experiencias con países más avanzados.
En este escenario pesimista, Chile debe promover —sin pontificar— principios clave de la política exterior, incluyendo la defensa de la democracia, los DD.HH. y el multilateralismo, buscar nichos de presencia externa como las exportaciones verdes, el hidrógeno verde, el cuidado de los océanos, la astronomía y la protección de la Antártica, entre otras, todas áreas de nuestro interés donde podemos ejercer liderazgos bien fundados. Y no dejar de lado la resolución de los retos internos para una mejor democracia y un modelo de desarrollo sustentable e inclusivo. Retos formidables, pero este es el mundo que nos toca vivir.