En tiempos en que el diálogo auténtico y los acuerdos entre posiciones encontradas son cada vez más escasos, y a su vez, cada día más necesarios para nuestra sociedad, bien vale la pena poner de relieve el caso de la reforma al Código de Aguas vigente desde el 6 de abril de este año.
Luego de más de una década de discusión en el Congreso, se aprobaba esta reforma que lleva la firma del Presidente Gabriel Boric, de manera unánime en el Senado y con una amplia mayoría en la Cámara de Diputadas y Diputados (129 votos a favor, y solo dos votos en contra y dos abstenciones).
Un panorama general de sus contenidos permite identificar tres pilares fundamentales:
i. Consagración del acceso al agua potable y saneamiento como un derecho humano esencial e irrenunciable que el Estado debe garantizar, ratificando las aguas como bienes nacionales de uso público. Esto se traduce en el establecimiento de la función de subsistencia del agua como primera prioridad, seguida de la función ecosistémica, que busca preservar la naturaleza y proteger el medioambiente, constituyéndose como contrapesos preponderantes a la función productiva del recurso hídrico.
ii. Fortalecimiento de las atribuciones que tiene la Dirección General de Aguas para materializar la priorización y armonía entre las funciones del agua, que frente a eventuales riesgos de desequilibrio entre estas o afectaciones a terceros, podrá constituir reservas en aguas disponibles; suspender, extinguir o limitar el ejercicio de derechos de aprovechamiento; ordenar la redistribución de las aguas en sus fuentes, dentro de otras facultades.
iii. Ratificación de los derechos de aprovechamiento de aguas con un nuevo carácter temporal, obligación de registro y con una función expresamente supeditada al bien común. Esto implica un reconocimiento de los derechos de aprovechamiento como institución ancestralmente eficiente e indispensable para la distribución del agua, basada en una gestión realizada por organizaciones de usuarios, profundamente arraigada en nuestra cultura.
Si bien podría extenderme sobre los contenidos de la reforma, su protección a las aguas que benefician a comunidades indígenas, o teorizar sobre cómo la autoridad interpretará y aplicará estas modificaciones, el espíritu de estas líneas va en otro sentido.
Esta reforma al Código de Aguas es probablemente el acuerdo más trascendente al que ha llegado nuestra clase política desde el del 15 de noviembre de 2019. En sus contenidos se percibe la primacía de consensos, en que partes con visiones opuestas se acercaron y se escucharon, llegando a plasmar principios claros y asentados en la práctica, consolidando la necesaria evolución normativa forjada en la gestión del recurso.
Este avance es fruto de un diálogo auténtico entre nuestros legisladores, pero también entre las autoridades, servicios sanitarios rurales, sanitarias, agricultores, industria, usuarios representantes de distintas realidades que conocen la gestión en el día a día. La presencia transversal del agua en prácticamente cualquier actividad hace ilusorio pensar que sin este extenso proceso de debate franco y participativo se puede legislar sobre ella.
El borrador de propuesta constitucional desconoce los frutos de este proceso político tan valioso, así como de la tradición histórica que lo sustenta. Su contenido actual refunda los cimientos de nuestro ordenamiento jurídico en materia de aguas —desde el Código hasta las múltiples y específicas resoluciones, circulares y reglamentos—, rompiendo la armonía histórica entre la ley y la práctica, y desarraigando una lógica fundada en la gestión del recurso hídrico.
La aprobación del texto constitucional propuesto por la Convención nos llevará ineludiblemente a repetir un arduo y prolongado proceso de reconstrucción de nuestra regulación hídrica, con el desgaste que ello implicará a nuestra ya desgastada sociedad.
Si bien las normas transitorias aprobadas por el pleno buscan encauzar la refundación de manera gradual, debemos tener presente que la escasez se hace cada vez más profunda y se agravan sus consecuencias, y todo el tiempo que perdamos en adaptarnos a esta refundación implica postergar la certeza institucional requerida para una tarea urgente, en la que ya estamos tarde: la implementación de nuevas soluciones y tecnologías que contribuyan a la identificación de nuevas fuentes y una mayor eficiencia en la distribución del agua disponible.
Benjamín Bulnes León
Abogado