En un fragmento de sus diarios el gran escritor norteamericano Saul Bellow, Premio Nobel, afirma que la novela es un género que nace en una época —¿el siglo XVII?— en la cual el ritmo del fluir del tiempo es lentísimo al compararlo con la premura que prevalece hoy día. Ese ritmo original forma parte invisible de ese género narrativo y, por ende, habría un desajuste entre la novela y nuestra época. Leer una novela es entrar, según Bellow, a una temporalidad que ya no es la nuestra, una temporalidad ahora acorralada, escasa e, incluso, despreciada. La novela contemporánea se desespera a veces y pretende superar esa traba original, da saltos, acorta camino, se precipita para acomodarse a la nueva temporalidad como una torpe pirinola.
Eso me lleva a pensar en que ya existen elogios y devotos suficientes de la lentitud como para que yo me sume a ese coro. Entonces, no sé cómo continuar esta columna. No obstante, no puedo dejar de pensar, de acuerdo a mi propia experiencia, en que el ritmo frenético, el ritmo de la premura, captura, hipnotiza, remece y sacude a los dormilones, pero genera una reacción superficial y efímera. Alguna vez leí —no he podido ubicar dónde (me suele ocurrir)— que, según ciertos desarrollos de la neurociencia, en el funcionamiento del cerebro de cada cual anida una melodía secreta con su propia temporalidad y ritmo, y que, por consiguiente, cuando un estímulo externo sintoniza con esa singular melodía, se produce una sensación de ajuste, de encuentro y relajo, una suerte de regreso a un hogar perdido. Si esa melodía interna —por lesión o enfermedad— se altera, el paciente pierde la espontaneidad y debe aprender arduamente a realizar con voluntad y deliberación funciones que antes se desplegaban sin esfuerzo ni pensamiento, conducidos por aquella melodía.
El viejo mandato oracular del “conócete a ti mismo” podría ser interpretado como un conoce tu propia melodía, y ese otro oscuro imperativo griego del “llega a ser el que eres” sería algo así como llega a habitar en el mundo según la melodía que ya mora en ti mismo.
Volviendo a Bellow, me parece que el desafío del arte contemporáneo no es acoplarse meramente al ritmo frenético y retiniano de nuestros días, sino abrir un espacio para que pueda desplegarse aquello que solo se manifiesta como un lento aparecer. Me siento en casa con el arte de cualquier tiempo que se constituye en un refugio frente a los desmadres de la premura, la necia obsesión de algunos por correr cuando el asunto llama a caminar, conversar y contemplar en la amistad.