El 10 de junio de 1962, Chile logró su máxima hazaña deportiva, al derrotar dos a uno a la URSS en el estadio Carlos Dittborn de Arica. Los soviéticos, junto con los brasileños, eran los favoritos para ganar la Copa del Mundo. Prácticamente nadie le daba una oportunidad al equipo dueño de casa.
A las 2:39 en punto de la tarde, Armando Tobar, quien lleva el número 21 en la espalda, es derribado en el vértice del área soviética. Para muchos se trata de un penal, pero Leo Horn, el árbitro holandés y exmiembro de la resistencia antinazi, opta por la prudencia y decreta tiro libre.
En el lugar de la infracción, Leonel Sánchez toma la pelota en sus manos. La coloca con suavidad sobre el césped, y luego la vuelve a acomodar. Mueve su brazo izquierdo como un molino, en un gesto que dice “todos al área, a cabecear”. De pronto, un silencio recogido cae sobre el pequeño estadio. Los diecisiete mil espectadores se ponen de pie a la espera del disparo. Los de la tribuna llamada “brava” —la más cercana al balón— se llevan una mano a la frente, formando una visera para tapar el sol y ver con claridad lo que está por suceder.
En el arco soviético está Lev Yashin, la famosa “Araña Negra”. Viste un negro estricto y severo. Sus piernas son enormemente largas y mueve los brazos —también larguísimos— con parsimonia mientras ordena la pared humana que se interpondrá entre su valla y el balón. Sus manos parecen gigantescas y están metidas dentro de guantes, también negros. La distancia, calcula, es de veinticinco metros, y si bien no sabe quién es el encargado del disparo, no le da mayor importancia. La “Araña Negra” ha participado en jugadas como esta en cientos de ocasiones y casi siempre lo ha hecho con éxito. Decide formar una barrera compuesta por solo tres hombres. El resto, indica a gritos, debe ubicarse en el centro del área a la espera del balón que, está convencido, llegará por el aire en busca de las cabezas de los delanteros rivales.
Leonel Sánchez parece estar en otro mundo; acomoda la pelota por tercera vez y empieza a retroceder. Da uno, dos, tres pasos hacia atrás, y se detiene. También se lleva la mano a la frente, para darle una última mirada al arco rival. Es la mano izquierda, algo que Yashin ha notado, y que le confirma que el pateador es zurdo; ahora tiene la certeza de que el peligro vendrá de los cabeceadores. Leo Horn toca su silbato, pero en vez de tomar carrera, Leonel Sánchez da un nuevo paso hacia atrás.
La pelota se eleva y su trayectoria parece ser la convencional. Avanza y al mismo tiempo gira sobre sí misma. Pero hay algo fuera de lo común. En vez de girar de izquierda a derecha, lo hace en el sentido contrario. Es por eso que el disparo no se curva —o no se curva aún— hacia el centro del área, donde se encuentran apiñados delanteros y defensas.
Ahora es evidente que algo extraordinario está sucediendo. En vez de superar la barrera de los tres soviéticos por la derecha, como todo el mundo esperaba, la pelota está por sobrepasar la muralla humana por la izquierda. Cuando finalmente la “Araña Negra” entiende que el trayecto del balón no es el que suponía, ya es muy tarde. El disparo, que viene a gran velocidad, sigue curvándose, alejándose de donde se ha ubicado. Ahora sabe que lo que Sánchez busca es el arco y no a sus compañeros, entiende que esa pelota quiere entrar en la valla en forma directa y sin intermediarios. A pesar de sus famosos reflejos, no alcanza a lanzarse por los aires en un esfuerzo por detener ese volcán en erupción, ese bombazo traicionero que perfora su valla sin piedad ni misericordia.
Las fotografías de la época son elocuentes y muestran a Yashin apoyado sobre la pierna derecha, con su gran número 1 en la espalda, mirando hacia atrás a una pelota que está por cruzar la línea de gol. Los hombres de la barrera aún están en línea, formando esa muralla que no ha podido detener el pelotazo del zurdo puntero chileno. En el momento en que el fotógrafo capta la imagen, los tres han volteado la cabeza para mirar cómo terminará la jugada. El primero de ellos, el que lleva el número 14 en la casaca, parece intuir que las cosas terminarán mal. En otra de las fotografías Yashin ya aparece vencido; la pelota ha inflado la red y Honorino Landa celebra con el brazo en alto y el puño apretado.
Las tribunas son invadidas por abrazos y gritos, por rugidos de felicidad y de orgullo, por palmetazos en la espalda y lágrimas de emoción. Desde la caseta de transmisión, Julio Martínez, el autodesignado “hombre de la calle”, grita gol, y vuelve a repetirlo una y otra vez, hasta que su voz se extingue en la afonía: “¡Goooooooooooooool, gooooooooooooool, goooool de Chile!”. Luego de recobrar el aliento dice: “¡Justicia divina! ¡Justicia divina! ¡Ese era un penal y ahora es gol!”.
Sebastián Edwards