Hace casi tres semanas unos siete jóvenes en overoles blancos quemaron un bus del transporte público. Según cuentan, hicieron bajar al conductor a golpes y a los pasajeros bajo amenaza, luego lanzaron acelerante y molotovs, todo a plena luz del día. El bus quedó completamente destruido y uno de los jóvenes, el único que fue detenido, tenía 16 años.
No hubo heridos, pero pudo haberlos. Hannah Arendt decía que “en ningún lugar la Fortuna, la buena o la mala suerte, desempeña un papel tan importante dentro de los asuntos humanos como en el campo de batalla”. Las armas, dice la sabiduría popular, las carga el diablo.
¿Qué ideas habitarán las cabezas de estos jóvenes? Una encuesta Cadem de mayo de este año encuentra que cerca de un cuarto de la población cree que se justifica que las personas usen la violencia cuando buscan hacer cambios profundos en la sociedad, mejorar las condiciones de vida o defender el medio ambiente. ¿De qué causa se sentirán héroes estos jóvenes? ¿Serán mirados, acaso, con admiración por sus pares, con temor, con fascinación, con respeto? ¿Habrá algunos que los verán como adolescentes perdidos, como seres alienados, como víctimas de una masculinidad en crisis o de un exabrupto de hormonas mal encauzadas?
¿Qué pensarán esas madres y esos padres de que sus hijos quemen buses? ¿Serán parte de ese cuarto de la población que justifica la violencia para avanzar en ciertas causas y mirarán este acto con empatía, quizás incluso con orgullo? ¿Serán esos padres —aparentemente apoderados del Liceo de Aplicación— un reflejo de los éxitos de nuestra modernización capitalista, de esa mayoría de chilenos que consideran que su vida es mejor que la que les tocó a sus padres y que están satisfechos con ella? (CEP, 2014 y 2021). ¿O provendrán, más bien, de los rezagados, los marginados, los que nunca nadie subió al carro?
En Pastoral Americana, de Philip Roth, la adolescente que puso las bombas era la hija del exitoso hombre de negocios, del excampeón de deporte escolar, la feliz encarnación de la clase media alta americana. (¿Habrá algún sistema más propenso que el capitalismo a engendrar críticas en su seno?) En la novela de Roth el motivo de las bombas era la guerra de Vietnam y la joven no tuvo la suerte de no tener víctimas: murió un transeúnte.
Pero, se podrá preguntar alguien, ¿qué es un muerto?, ¿qué es un muerto ante el interés de la Humanidad? “Matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre”. Así escribía Sartre en el prólogo de Los Condenados de la Tierra, de Frantz Fanon, una justificación anticolonialista de la violencia. Me imagino a Sartre, quizás, escribiendo esto desde un café parisino; inspirado, lleno de sueños, como tantos otros, “como si las víctimas no existieran o, existiendo, carecieran de importancia o, teniéndola, fueran solo factores abstractos de abstractas ecuaciones históricas” (Jorge Millas).