La sociedad chilena lleva varios años sometida a enormes cambios —internos y externos— sin que se logre adaptar a su nueva realidad. Esta situación nos mantiene con una fragilidad latente, con algunos avances ocasionales y con muchos retrocesos; momentos de ilusión que son seguidos por otros de frustración. Si bien muchos países viven una situación similar, eso es indicativo de la magnitud de los desafíos que enfrentamos. Por esta razón, conviene repasar —una vez más— el origen profundo de la incapacidad de la sociedad actual para generar la renovación estratégica que necesita.
El entorno externo se ha vuelto crecientemente complejo: la pandemia, el conflicto ruso-ucraniano, el retroceso de la globalización, el retorno de la geopolítica, y las amenazas que impone el cambio climático, han aumentado la incertidumbre y la volatilidad del escenario que enfrentamos. En Chile, el progreso de varias décadas amplió las aspiraciones de la sociedad lo que representó un aumento exponencial en su complejidad. Sin embargo, el bajo crecimiento de la economía impidió satisfacer las expectativas generadas, provocando un salto de la desconfianza en instituciones y autoridades, frustración en vastos sectores de la población y crecientes tensiones sociales. Es evidente que el sistema político fue incapaz de articular una respuesta adaptativa eficaz del país al nuevo entorno.
La causa profunda de esta incapacidad es la disfuncionalidad social del país, manifestada en la debilidad del tejido social y en la segregación de todo orden, fenómeno que ha impedido renovar la estrategia de desarrollo para adaptarla a los cambios que ocurren en el entorno. Si bien aprovechamos los períodos de baja turbulencia, cuando aumenta la volatilidad, esta disfuncionalidad nos resta la flexibilidad y la adaptabilidad, que son esenciales para trabajar juntos y hacer frente a las nuevas circunstancias. A menudo se confunde la causa profunda con los síntomas visibles, como son la crisis de la política, la desconfianza en las instituciones, la tensión social y la escalada de la violencia.
Ante esta realidad, un sector de la sociedad considera que la causa del problema está en que el país se apartó de las (buenas) soluciones que se aplicaron en el pasado, por lo que buscan nuevas formas para volver a ellas. Ubicado ideológicamente en el sector más conservador, incluida gran parte de la élite empresarial, difunden sus propuestas a través de distintas plataformas para intentar fortalecer su posición. Si las recetas no funcionan, en vez de revisarlas replican que ellas no fueron aplicadas con suficiente rigurosidad.
Otro sector, autoidentificado con el “progresismo”, levanta las banderas de las transformaciones sociales, pero a partir de ideas propias. Buscan posiciones de poder para impulsar cambios que tienen el sello de la acción estatal de carácter vertical. Identificados con los movimientos sociales más organizados, tienen alta influencia en la actual administración gubernamental. Este tipo de políticas ya había mostrado sus limitaciones cuando el mundo era más predecible y era posible gestionar los riesgos, pero ante la complejidad actual, con la volatilidad e incertidumbre que la caracteriza, las soluciones centralizadas y lineales son completamente ineficaces.
Con ambos enfoques el alivio de los grandes problemas de la sociedad seguirá esperando. Ellos comparten un pensamiento binario y establecen sus relaciones desde la lógica de la confrontación, adhieren a la parte de la realidad que les acomoda mientras son ciegos a las que los desafían, y la creciente influencia de las redes sociales ha agravado esta disposición. Así, esta forma de relacionarnos está en el origen profundo de nuestra disfuncionalidad social. Sin ir más lejos, el trabajo de la Convención Constitucional siguió esta misma lógica, por lo que las esperanzas iniciales se quedaron a medio camino.
Las transformaciones sostenibles no vienen de grandes diseños organizados en torno al Estado, sino de un movimiento amplio en el cual cada persona es protagonista de la construcción de un pedazo de futuro que, aunque sea pequeño, se suma a un proyecto común. La tarea del Estado es articular la diversidad de este movimiento para que la sociedad tenga una dirección clara.
La dinámica de encuentro emerge de una práctica compartida, que es lo único que cambia a las personas y también cambia la envergadura del proyecto que podemos alcanzar en conjunto. La nueva estrategia de desarrollo será el resultado de la acción colectiva en torno a los desafíos concretos que enfrenta la sociedad.
Tenemos los recursos para corregir nuestra disfuncionalidad social. También están las oportunidades y la capacidad tecnológica. Y, lo más importante, está la ambición de la sociedad de cambiar la forma como nos relacionamos. Lo que falta es una estrategia para construir la infraestructura social que renueve la conexión entre los chilenos.