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Editorial
Martes 31 de mayo de 2022
Señales del Estado empresario
Entregar ventajas especiales a las empresas públicas inhibe el desarrollo de la iniciativa privada, motor del crecimiento.
Declaraciones de la nueva presidenta de BancoEstado, Jessica López, en un seminario reciente, invitan a una reflexión sobre el rol social de las empresas públicas. Tomando como punto de partida la comparación con la crisis de 2008/2009 y enfatizando el papel contracíclico del banco, López manifestó querer “salir apoyando a las pymes, queremos abaratar los costos de transacción de las personas. Casi voy a decir renunciar un poco a las utilidades durante un par de años en beneficio de los clientes, y eso que parece una cosa de dirigente, a mí me hace tanto sentido”.
La comparación con la crisis financiera no deja de ser llamativa, especialmente en un contexto donde el ministro de Hacienda ha validado la idea de una economía que se encontraría más bien sobrecalentada. Pero más compleja es la referencia a la idea de “renunciar” a las utilidades por algunos años. En efecto, el Estado de Chile tiene importantes sumas de dinero invertidas en BancoEstado. Tratándose de recursos escasos y que pertenecen a todos los ciudadanos, es deber de las autoridades del banco procurar ciertos niveles de rentabilidad que justifiquen su destinación a estos fines. De lo contrario, resultaría más razonable utilizar estos fondos en iniciativas de alta rentabilidad social; por ejemplo, en áreas como educación temprana, seguridad o salud, antes que en el negocio financiero. De hecho, conforme con una concepción económica sana y que garantice el buen uso de los recursos de los chilenos, la obtención de utilidades normales debiera ser una obligación de las empresas públicas. Ello, por supuesto, no significa desconocer el legítimo esfuerzo que una institución como BancoEstado puede hacer en pro de la inclusión financiera y la atención de segmentos que no están siendo adecuadamente atendidos por el sector privado. Pero si los necesarios esfuerzos de innovación y de introducir mayor competencia se realizan a costa de la también necesaria rentabilidad, ello no solo será perjudicial para el desarrollo del sector financiero, sino que además insostenible.
Este debate cobra especial relevancia a la luz de la propuesta de nueva Constitución emanada de la Convención Constitucional, que modifica sustancialmente los límites para el actuar del Estado en la economía. Precisamente respecto de la iniciativa pública en materia económica, dos son los aspectos centrales del borrador. En primer lugar, se amplía la posibilidad de que el Estado pueda desarrollar actividades empresariales por la vía de diferentes mecanismos y organizaciones, no solo bajando las restricciones para hacerlo, sino también permitiendo la creación de empresas públicas regionales y municipales. Pero además, y en segundo lugar, se dispone que las empresas públicas que se establezcan se regularán por el régimen jurídico que la ley determine, con lo que dejarían de estar necesariamente sometidas al mismo régimen que se aplica al sector privado. Así, mientras la Constitución actual señala de modo explícito que las empresas públicas “estarán sometidas a la legislación común aplicable a los particulares”, la propuesta abre el espacio para que puedan competir de manera desigual con los privados.
Esta fórmula es deficiente. La facilidad con que se creen empresas públicas a diferentes niveles es problemática, toda vez que augura la proliferación de burocracias controladas por gobiernos locales, con gran espacio para la influencia política. En vez de estar orientada a la promoción de la competencia, esta facilidad puede impulsar la creación de empresas públicas como supuesto instrumento corrector de imperfecciones de mercado, objetivo en que la experiencia dista de ser exitosa y que suele dar pie a una multiplicación de firmas estatales ineficientes y deficitarias, sostenidas en el traspaso de recursos que encontrarían un mejor uso en la atención de urgencias sociales. Más complejo aún es que el estatuto que las rija pueda ser diferente del que regula al sector privado. Ello plantea un serio riesgo de que, por definición legal, la actividad empresarial pública tenga ventajas sobre la privada, inhibiendo el desarrollo de esta última, principal motor de crecimiento de los países.