Señor Director:

David tiene 12 años. Va al mismo colegio particular subvencionado que sus hermanas. Es un caso exitoso de inclusión escolar: tiene Síndrome de Down, y la comunidad lo recibió desde prekínder como un niño más. No ha sido fácil, pero es uno de los casos donde la voluntad de todos y el reconocimiento de su derecho a acceder a la educación igual que el resto han permitido que ya esté en séptimo básico.

Cuando David estaba en cuarto básico, no pudo asistir a clases durante los días en que se realizó el Simce. Porque la inclusión es buena, hasta que pueda afectar índices de “excelencia”. Hasta que pueda dañar el “prestigio” que traen esos números.

Durante el fin de semana, continúa la conversación sobre la pertinencia de la realización del Simce, tras el anuncio de su suspensión desde el Ministerio de Educación. Pese a seguir la noticia atentamente, me sorprende que nadie haya recordado a quienes no dan el Simce. Y no precisamente por falta de ganas: ¿alguien ha pensado en cómo está la educación especial, hoy? ¿Hay alguna medición, alguna prueba estandarizada, que nos diga si es que quienes concurren a esos establecimientos han aprendido a leer? ¿O bien, si están desarrollando habilidades para una vida independiente? Saber sumar, para pagar por algo que compran. Saber movilizarse por la calle. Aprender habilidades básicas, que pronto le permitirán obtener un trabajo, y mantenerlo.

En vez de rasgar vestiduras porque no darán el Simce este año, pensemos en que los niños, niñas y adolescentes con discapacidad abandonan el sistema educativo, egresando apenas uno de cada 10 de cuarto medio. Nuestros hijos ni siquiera son parte del Simce. No existimos, no los dejan entrar a las aulas, y si lo hacemos, no los miden.

¿No les da un poco de vergüenza dejar fuera de toda conversación a 300 mil niños, niñas y adolescentes que viven con discapacidad en el mismo país que sus hijos?

Claudia Aldana S.
Periodista y licenciada en Cs. Políticas, directora ejecutiva Fundación Una Escuela Para Todos