Esta es otra película de adolescentes. Dentro del flujo inagotable de este subgénero, cada cierto tiempo aparece algún título —Superbad, Chicas pesadas— que se distingue del montón precisamente porque propone una nueva reflexión sobre el mundo juvenil. Este es el caso, un poco sorprendente, de El año de mi graduación, producida por Netflix, la compañía que ha sido acusada de estar asesinando al streaming con su wokeness, exceso de corrección política.
Esta es la historia: Stephanie (Angourie Rice), una adolescente australiana, llega a la Harding High School de Georgia y se propone ser la estudiante más popular, la líder de las porristas y la reina del baile de graduación. Es el año 2002 e impera un clima de valoración del éxito, de la competencia ny del individualismo. Stephanie está a punto de lograr todos sus objetivos, cuando sufre un accidente y queda en coma. Esto sucede a los 15 minutos del metraje.
De modo inexplicable, Stephanie (Rebel Wilson) despierta 20 años después. Ya tiene 37, aunque se ha quedado con la mentalidad de los 17. Y quiere recuperar lo que le quedó pendiente. Pero entonces se encuentra con que la escuela del 2022 ha cambiado. Es el tiempo de la cultura millenial —eso dice una profesora, aunque no lo define—, de lo ultracorrecto y de la popularidad medida por Instagram, mucho más allá de las fronteras del colegio. No hay competencias para que nadie pierda; no hay baile para que nadie se sienta ofendido; no hay grupos líderes para que nadie se sienta discriminado; y no hay elección de reina para que todos lo sean. Las porristas hacen números sobre el calentamiento global, los profesores están sometidos a los alumnos. Por cierto, esta nueva pedagogía no es lo que Stephanie necesita para completar su desarrollo perdido. El resto de la película, con altos y bajos, es el desarrollo de esa confrontación.
Así que El año de mi graduación es una estridente parodia en torno a la tiranía millennial, hecha con todas las claves de la comedia adolescente, su exceso de energía, su explosividad a flor de piel e incluso la desfachatada abundancia de placement de marcas y productos. El hecho de que sea una parodia con una faceta ligeramente monstruosa –el cuerpo de Rebel Wilson tratando de comportarse como una adolescente, con sus muecas y sus pataletas- le agrega una buena proporción de mala leche.
Y, en un desplante autorreflexivo, El año de mi graduación propone el contraste entre la adolescencia vivida como una época de maravillas (Stephanie) o una etapa de sufrimiento infernal (su amiga Martha), una especie de comentario sobre las propias cintas de adolescentes. Curiosa e insolente película.