En una entrevista que dio el filósofo Martin Heidegger (en medio de la Guerra Fría y de la preocupación por la tecnificación del mundo y las amenazas nucleares), cuando el periodista le preguntó si la filosofía podía salvar a la humanidad, inesperadamente el pensador alemán contestó: “solo un Dios podrá salvarnos”. Un agnóstico poniendo la esperanza en un “Dios por venir”, en medio de un escenario de polarización mundial, era desde luego inquietante. Me vi a mí mismo repitiendo esa misma frase en voz baja cuando vi la foto de los constituyentes en las Ruinas de Huanchaca, en Antofagasta, lugar que escogieron para cerrar simbólicamente el trabajo de la Convención. La primera foto —la del inicio de la Convención— fue en los jardines del antiguo Congreso, edificio de fuertes resonancias republicanas; la última, en el desierto y sobre unas ruinas, y sin bandera chilena a la vista.
En el escenario de polarización al que nos encaminamos en el plebiscito de salida, y donde no parece haber liderazgos que nos conduzcan a la sensatez y la moderación, solo queda decir: “solo un Dios podrá salvarnos”. Si reemplazamos “Dios” por “estado de ánimo” (otra palabra muy importante en el pensamiento de Heidegger), queda así: “solo un nuevo estado de ánimo podrá salvarnos”. Un nuevo estado de ánimo del país, que reemplace la ira que ha contaminado la política, pero también nuestra vida cotidiana. En cada esquina, en una población, o en un campo de La Araucanía, o en el norte, los chilenos sufrimos diariamente la ira o la ejercemos contra otros: nos sale de adentro a borbotones. En la Convención hubo más ira que concordia, la misma que avanza en las redes sociales a la velocidad de la luz y que ha devastado de manera brutal el espacio público. “Ira y tiempo” tituló otro pensador alemán, Sloterdijk, en un recorrido por el estado de ánimo de la ira y el resentimiento desde la guerra de Troya y Aquiles. Sloterdijk habla de los “bancos de resentimiento” que algunos se dedican a administrar, pues suelen traer muchos beneficios e intereses.
¿Había algo que celebrar en Antofagasta en el acto de cierre de la Convención? El borrador de la nueva Constitución (que estoy leyendo lentamente y con el menor prejuicio posible, para no caer presa de la ira yo mismo) no parece vaya a sacar a Chile de la polarización (caldo de cultivo de la ira), sino que puede estancarnos ahí, empantanarnos en ese punto ciego en que los países empiezan a autodestruirse a sí mismos cuando no son capaces de dibujar un mapa compartido. Había una esperanza en el plebiscito de entrada de transitar, del malestar y la ira, al diálogo y el cambio pacífico e institucional, una esperanza refrendada por una mayoría transversal (donde cabían izquierda, derecha y centro), mayoría que se desvaneció. Queda solo la izquierda (en realidad una parte de ella) que parece mirarse autocomplaciente y satisfecha en el espejo que es este borrador, y decir: “Constitución, constitucioncita, ¿quién es de estos contornos la más hermosa?”. El borrador contesta: “yo”. Muchos no se atreven a decirle que hay otra Constitución más bella, la que no se escribió nunca, una Constitución reformista en la que habríamos cabido todos y que habría preparado el camino a ese único Dios que puede salvarnos: la reconciliación. Reconciliación con nosotros mismos, con nuestras heridas, nuestras luces y sombras, con el que piensa distinto a mí pero es parte de la misma historia.
El narcisismo constituyente de esta Convención tendrá sus costos, salvo que un milagro (un Dios) nos salve a último minuto. Habrá que repetir esa frase de Heidegger como un mantram, pero no en celebraciones excluyentes ni sobre ruinas, sino sobre la única tierra firme posible: la de nuestra República. ¿Volvamos a comenzar otra vez en los jardines del antiguo Congreso? ¿Y que la foto esta vez no salga corrida? ¿Todos juntos y sin interrumpir a esos niños que interpretan un hermoso himno, nuestro himno nacional?