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Editorial
Domingo 15 de mayo de 2022
La semana política: No es la Constitución de todos
Al privilegiar la imposición de un determinado programa político, los convencionales optaron por el camino de un texto partisano, que aun de ser aprobado, seguirá dividiendo al país.
Cualquiera sea el resultado del plebiscito del 4 de septiembre, el trabajo de la Convención ya fracasó en lo que era su sentido profundo: renovar las bases de la convivencia a partir de un texto que permitiera a los chilenos volver a sentirse parte de un proyecto común.
El borrador que ayer se terminó de votar segmenta a los ciudadanos, incluso reviviendo odiosas categorías de raza; establece tratamientos diferenciados para grupos específicos; debilita o derechamente arrasa instituciones republicanas; cierra anticipadamente debates legítimos, y a la vez que se muestra generoso en reconocer nuevos derechos, fragiliza otros que se creían ya consolidados. Así, ¿podrán sentir como propio este texto las víctimas del terror en La Araucanía o los miles de agricultores que ven repentinamente precarizados sus derechos de agua y cuestionados sus modos de producción? ¿Será posible demandarles patriotismo constitucional, por ejemplo, a aquellos médicos que honestamente rechazan el aborto y a quienes ni siquiera se les reconoce el derecho a la objeción de conciencia? Los padres que mayoritariamente eligen la educación particular subvencionada, ¿no percibirán una amenaza en un texto que la ignora para, en cambio, exaltar aquella impartida por el Estado? ¿Y qué ocurrirá con los ciudadanos que pedían la protección de sus ahorros previsionales y que, habiendo presentado la iniciativa popular que más firmas logró reunir, vieron tempranamente negada su demanda?
Al privilegiar la imposición de un determinado programa político, los convencionales optaron por el camino de una Constitución partisana, que aun cuando lograra una aprobación que hoy se ve incierta, seguirá dividiendo al país. Un destacado constitucionalista ha dicho que él nunca creyó en la idea de la casa de todos. El problema es que eso fue precisamente lo que se les prometió a los chilenos.
Cuando este proceso enfrenta sus fases finales, algunos apelan a sus particulares características para dar por anticipadamente aceptados sus resultados. Se insiste en que el hecho de tratarse del primer texto constitucional elaborado por un cuerpo completamente elegido para esos efectos sería suficiente razón para aprobarlo, y dar lo que llaman “el conflicto constitucional” por resuelto. Más allá de que las circunstancias y reglas bajo las cuales se desarrolló la elección de convencionales dieron por resultado una conformación única y que dista de reflejar los reales equilibrios políticos existentes en el país —como lo han mostrado todos los comicios previos y también los posteriores—, tal planteamiento supone transformar el pronunciamiento ciudadano en un mero trámite ratificatorio. Parece quererse eludir el examen riguroso y la discusión amplia de los contenidos aprobados por la Convención. La complacencia, sin embargo, no puede ser la actitud frente a un documento que pretende, nada menos, redefinir los cauces de nuestra vida en común.
La unidad del Estado en riesgo
Por encima de los discursos interesados de las autoridades o de quienes han sido o esperan ser protagonistas del proceso, son múltiples e inocultables los aspectos no solo controvertidos, sino derechamente defectuosos, del borrador del texto constitucional, los que comprometen principios democráticos básicos, nos alejan del desarrollo, ahondan la división entre los chilenos, dan cuenta de privilegiar miradas ideológicas de grupos, sin importar el impacto real de lo aprobado sobre amplios sectores del país y, en fin, parecen desvinculados, cuando no en abierta contradicción, con quizá la principal demanda de la población: enfrentar la violencia, incluyendo la terrorista, que crece al amparo de un discurso que la minimiza o justifica.
Varios de estos problemas han sido analizados en estas mismas páginas y seguirán siendo parte del debate público de cara al plebiscito de septiembre, en una votación que, más allá de lo que puedan mostrar ahora las encuestas, será de resultado incierto.
Una de las materias más preocupantes es la debilidad estructural en que quedan el Estado unitario y el poder presidencial, que profundiza la ingobernabilidad, dificulta el desarrollo de políticas públicas nacionales eficientes, favorece el populismo y genera incentivos separatistas. Y es que la consagración de un Estado plurinacional tiene diversas aplicaciones concretas en el texto, que lo convierten, según sus propios partidarios, en un “instrumento con nuevos estándares de derechos para los pueblos indígenas que superan con creces a cualquier Constitución latinoamericana”. Aspectos como el establecimiento de sistemas de justicia indígena en un plano de igualdad con el Sistema Nacional, la exigencia del consentimiento de los pueblos originarios en cualquier materia que afecte sus derechos, la creación de autonomías territoriales, incluyendo las indígenas, dotadas de “autonomía política, administrativa y financiera”, entro otros, dificultarán la conducción política del país, tensionando la propia unidad del Estado. Si a ello se suman normas como aquellas que posibilitan que las entidades territoriales puedan celebrar y ejecutar acciones de cooperación internacional, crear empresas públicas o contraer deudas, el panorama es preocupante.
Las reiteradas referencias a que, no obstante lo aprobado, Chile es un “territorio único e indivisible” o que no se permitirá “la secesión territorial” (como si el texto constitucional pudiera asegurarlo), parecen más bien un mensaje subliminal de los convencionales en sentido inverso: alertan respecto de los riesgos y tensiones que la aprobación de estas normas tiene sobre la propia existencia y gobernabilidad del Estado.
Grupos privilegiados y la negación del terrorismo
Que el concepto de igualdad ante la ley, propio de los regímenes democráticos liberales —que encuentra amplio desarrollo en nuestra jurisprudencia—, se diluya frente a uno mucho más impreciso y arbitrario como el de “igualdad sustantiva”, es otro de los aspectos estructurantes del nuevo texto que debiera generar fundada preocupación. Una agudización de ello es la adopción expresa de las agendas feministas más radicales, al sobrepasar, por ejemplo, incluso la proclamada paridad —se asegura no ya la igualdad, sino que al menos el 50% de los integrantes de los órganos del Estado sean mujeres—; establecer que los tribunales deben “resolver con enfoque de género”, y consagrar el derecho al aborto libre sin mención siquiera de causales ni plazos, olvidando que se está ante una dramática colisión entre distintos derechos en juego. Se deja así la vida de la criatura que está por nacer sin protección alguna, por debajo de la “naturaleza”, a la que se considera sujeto de derechos. De más está señalar que todo ello constituye una rareza en el constitucionalismo comparado.
El privilegio de determinados grupos en perjuicio de otros se muestra también con el trato que se les da a los pueblos indígenas, que, además de lo mencionado en los párrafos anteriores, son beneficiados con escaños reservados en un número que no guarda relación con los votantes efectivos; se les otorgan amplios derechos, también el colectivo, sobre tierras, territorios, recursos y aguas, entre muchos otros que ahondarán la división entre los chilenos.
Pero quizá una de las mayores distorsiones del texto constitucional, y que da cuenta que se cedió ante los grupos más radicales, es el silencio frente a quizás el mayor flagelo que sufre hoy nuestra sociedad: la violencia política y el terrorismo. El que en un extensísimo texto no se mencione siquiera la palabra terrorismo y, en cambio, se hagan reiteradas referencias de condena a los más diversos hechos delictivos, muestra la deliberada decisión de restarle gravedad o reconocerle legitimidad al uso de la violencia. La despreocupación por las víctimas de la violencia terrorista en el sur llega al extremo de haber eliminado el “estado de emergencia”, que está consagrado para ser decretado en casos de “grave alteración al orden público o de grave daño para la seguridad de la Nación”, y que ha sido aplicado con éxito en diversas oportunidades en la macrozona sur. Es más, al no ofrecer una alternativa para enfrentar estos sucesos, el actuar de la Convención llega incluso a entrar en contradicción con el proyecto de estado de excepción intermedio que ha pretendido, sin éxito hasta ahora, impulsar el Gobierno.
El miedo como estrategia
Mientras, conforme las encuestas muestran un creciente rechazo a propuestas y definiciones como las aquí analizadas, todas aprobadas por la Convención, se ha venido instalando por los partidarios de la opción Apruebo y en el oficialismo un discurso que, presentado como frío análisis, envuelve todos los elementos de una campaña del terror.
Paradójicamente, quienes promueven un texto de pretensiones refundacionales, que altera el funcionamiento de sectores económicos clave e introduce conceptos de bordes indeterminados, acusan que rechazar aquello abriría la puerta a la incertidumbre. Pero si resulta irónica tan repentina preocupación por parte de quienes antes prometieron “meterle inestabilidad al país”, inaceptable es cuando se agrega la velada amenaza: “vamos a tener una crisis política y social importante” si no se aprueba, como dijera el exvicepresidente de la Convención Jaime Bassa.
No son esas expresiones inocuas, cuando Chile ha vivido los niveles de violencia experimentados a partir del 18 de octubre de 2019 y cuando todo un sector político la legitimó. Esto, llegando al extremo grotesco de diferenciar entre “violencias”, porque la de 2019 “abrió la puerta” al proceso constituyente, según el convencional Atria.
Así las cosas, ¿a qué se apunta cuando se anticipan ahora nuevas crisis o se advierten los “riesgos de mantener el statu quo”? En un país que ya sufre una crisis de seguridad pública, ¿se les está diciendo a los ciudadanos que, según voten el próximo 4 de septiembre, el problema se agudizará? Y si así ocurriera, ¿se pondrán esos sectores de parte del Estado de Derecho o justificarán otra vez la violencia como expresión de malestar ante el eventual rechazo de su proyecto?
Nada de ello parece compatible con un genuino espíritu democrático y más bien sugiere un intento por evitar discutir los alcances de un texto constitucional inquietante, que los chilenos tienen el derecho de revisar y analizar críticamente, libres de amenazas o sibilinos amedrentamientos.