Francis Coppola está teniendo una gran temporada, qué duda cabe.
A fines de marzo pasado lo repletaron de homenajes, cobertura y atención por los 50 años de “El padrino”, y en noviembre ocurrirá algo parecido cuando los medios recuerden las tres décadas del estreno de su “Bram Stoker's Dracula”. Para entonces, el director debería estar inmerso en el rodaje de “Megalopolis”, su primer filme de ficción desde 2011 y que, ante el desinterés demostrado por la industria, está financiando con dinero de su propio bolsillo (alrededor de 100 millones de dólares). Una efeméride suya que está pasando desapercibida, sin embargo, es harto menos florida: el 20 de abril pasado se cumplieron 40 años desde que Coppola puso a la venta su estudio de cine. Unos pocos días antes, se había declarado en quiebra tras el fracaso absoluto de “One From The Heart”, una pequeña comedia romántica que porfiadamente había convertido en superproducción, desoyendo el consejo de todos sus cercanos. Endeudado hasta las orejas, fue capaz de mantener la ilusión de solvencia básicamente porque nadie en Hollywood se atrevía a cobrarle, pero bastó el reclamo de un inversionista canadiense, alguien sin lazos con la industria, para desatar la debacle. Tuvo que vender casi todo, salvo unos viñedos en Napa que había comprado casi por capricho. Él, que había sido emperador indiscutido del séptimo arte en la década del 70, comenzaba la siguiente en estado de ruina, endeudado en 50 millones de dólares, sin contar intereses. Al menos tenía claro lo que debía hacer. Por un lado, trabajar como loco. Por otro, achicarse.
En retrospectiva, fue lo mejor que le pudo ocurrir. Pero vaya cómo le dolió. Coppola se había acostumbrado —mal acostumbrado— a pensar en grande, a mandarse solo, a disponer de toda la tecnología necesaria para llevar a cabo sus ocurrencias. En su nueva condición, se sentía como una ballena azul tratando de meterse en una pecera; totalmente incapaz de adaptarse a las circunstancias, gastar menos, llegar a fin de mes. Trabajo no le faltaba, por suerte: la debacle financiera le había sorprendido en medio de la filmación de “The Outsiders”, en las barriadas de Tulsa, Oklahoma.
Adaptada a partir de una novela juvenil escrita por Susan E. Hinton cuando todavía estaba en el colegio, a mediados de los años 60, la película resultante, tan romántica como pragmática, fue el primer testimonio sobre lo contradictorio que podía resultar un “Coppola en versión reducida”. Y el cineasta disfrutó la experiencia lo bastante como para regresar a Tulsa un par de meses después del rodaje, junto al mismo equipo, para filmar otra adaptación de Hinton —“La ley de la calle”—, pero esta vez sin hacer concesiones a la taquilla. La haría en blanco y negro, como un “filme de arte” a la europea, adelantándose varios años al modelo del cine indie estadounidense. En orden a zafarse de sus acreedores, Coppola tenía claro que debía ajustarse al libreto del director arrepentido y responsable, pero algo dentro suyo le impedía rendirse sin al menos patalear. Parte de su problema radicaba en las percepciones del público: de un director cuyo nombre equivale al de una marca, la audiencia suele esperar cierto producto y no entregarlo equivale a renunciar. De Coppola se esperaba un tercer Padrino, pero cuando por fin lo estrenó —en 1990— ya era un artista cambiado. Había aceptado trabajos por encargo sin sentirse humillado (“Peggy Sue Got Married”, 1986) y filmado las aventuras de un vapuleado emprendedor, con el que compartía más de un rasgo biográfico (“Tucker: A Man & His Dream”, 1988). Había perdido un hijo, de 22 años, en un terrible accidente. Inesperadamente, la salvación mental y financiera no vino desde el cine sino de esas viñas en Napa, a las que aferró de puro sentimental en los días de la quiebra y que acabaron por convertirse en las raíces de un imperio que hizo de su fervorosa vocación audiovisual algo parecido a un pasatiempo.
Pocos son capaces de retornar de ese limbo, pero sorpresa: a fines del año pasado una parte de esos viñedos salió a la venta, para financiar la filmación que está pronta a comenzar. Quizás a sus 83, Francis decidió que era momento de volver a agrandarse. Se sabe: la modestia nunca fue lo suyo.