En estos días recordamos el nacimiento en Madrid del filósofo y ensayista español José Ortega y Gasset, el 9 de mayo de 1883. Es muy estimulante leer filosofía escrita en español, y bien escrita, porque no solo la poesía suele ser intraducible, también el pensar pierde mucho cuando se lee en otra lengua que la original.
Pues bien, los que tanto nos quejamos de las malas traducciones de los filósofos, hemos sido bastante ingratos, por no decir “ninguneadores”, con Ortega y Gasset. Leer fragmentos del pensamiento de Ortega y Gasset puede ser una buena forma de iniciar al ejercicio reflexivo a nuestros estudiantes, para que sepan que no solo se puede sentir y narrar; también se puede pensar muy bien en español.
Pero ahí están los tomos de sus obras completas (esas monótonas y planas portadas amarillas) abandonadas en muchas bibliotecas, más de adorno que como fuente de consulta y lectura.
¿Quién lee o relee hoy a Ortega y Gasset? Carlos Peña es uno de los pocos en estos lares. En realidad, la pregunta tal vez debiera ser: ¿quién piensa hoy?, entendiendo el pensar como una actividad no exclusiva de los filósofos.
Si el hombre es un ser pensante, y esa es su esencia, el que no haya pensamiento lo deshumaniza a él y al mundo. El “hombre-masa” de nuestro tiempo (el concepto es de Ortega) no piensa, tuitea. Tuiteo, luego existo, diría Descartes hoy.
¿Nos dice algo el pensamiento de Ortega todavía? Un botón de muestra: yo haría leer “La Rebelión de las Masas” a todos los que se han hecho parte del coro de los denostadores de las “élites”: esa moda que practican hoy incluso algunos radicalizados de la misma élite. Nadie se atreve a poner en duda esa idea-fuerza (que “las élites son siempre malas”) que ha marcado la discusión pública. “Hay que destruir a las élites”, parece ser la orden del día. ¿Pero con qué nos quedamos cuando lo hacemos? Es cierto que la vieja élite venía en decadencia, pero la nueva ¿no ha vivido su propia decadencia en cámara rápida?
Ortega nos muestra que la historia y el progreso las hacen las élites, no hay excepción a ello. No estamos hablando de las élites económicas, claro. El gran problema es cuando los más preparados se pierden en la masa, se convierten en “actores absorbidos por el coro”, como dice Ortega y Gasset, fenómeno propio de una sociedad del espectáculo. Eso parece haber pasado con muchos convencionales, cuya voz más ponderada e ilustrada terminó siendo silenciada en la Convención por los que “desprecian cuanto ignoran”, como afirmaba otro español, Antonio Machado. Pero eso, finalmente, ha producido un hastío en la gente: las últimas encuestas muestran que —en el caso del triunfo del Rechazo en el plebiscito de salida— la mayoría prefiere que un comité de expertos y académicos elabore una nueva Constitución, antes que una nueva Convención. ¿Se vuelve a revalorizar a las viejas élites tan denostadas, al menos las intelectuales?
Cierro esta columna con esta punzante reflexión de Ortega y Gasset en el debate por un proyecto de Constitución en España en 1931: “esa tan certera Constitución ha sido mechada por unos cuantos cartuchos detonantes, introducidos arbitrariamente por el espíritu de propaganda o por la incontinencia del utopismo”.
¿No ha pasado lo mismo en nuestra Convención Constituyente? Tanta declaración explosiva a lo largo de estos meses y tanta “incontinencia del utopismo”, que aquí se ha mostrado como incontinencia identitaria. Un utopismo que prefiere imponer las propias agendas sin pensar en el todo. Pero no es con “cartuchos detonantes” como se hacen constituciones, sino con acuerdos.
Ortega deploraba el espíritu partisano: “Ser de izquierda es como ser derecha (...) ambas maneras son formas de la hemiplejía moral”. Hemiplejía que puede convertirnos en un “Chile invertebrado” como la “España invertebrada” de Ortega y Gasset. Para que eso no ocurra, necesitamos una élite pensante, pero con los pies bien puestos en la tierra.
Cristián Warnken