El pleno de la Convención Constitucional ha rechazado por segunda vez la propuesta de sustituir la figura de un fiscal nacional por un consejo colegiado. La comisión respectiva deberá ahora volver a discutir el asunto. Es una buena oportunidad para poner la mirada sobre un asunto no menos relevante, pero más desatendido respecto de cómo ha operado en realidad el Ministerio Público.
Cabe recordar que durante los cien años de vigencia del Código de Procedimiento Penal, antecesor del Código Procesal Penal, nuestro sistema de justicia criminal era uno de los más obsoletos del mundo occidental. Su característica principal era concentrar en el juez del crimen las facultades de investigador, acusador y juzgador.
Por ello, una de las decisiones centrales de la Reforma Procesal Penal fue la de separar tales funciones, entregando al Ministerio Público las tareas de investigar y acusar, y dejando en manos de los jueces aquello que es connatural a su función: la de juzgar los conflictos penales sometidos a su conocimiento por, principal y casi exclusivamente, el Ministerio Público, a través de sus fiscales.
Para ello, se incorporó a la Constitución un capítulo que regula la estructura del Ministerio Público y se dictó la Ley 19.640, Orgánica Constitucional del Ministerio Público, que estableció su estatuto de funcionamiento.
Pues bien, un examen de las atribuciones que la ley entregó al fiscal nacional demuestra que, lamentablemente, desde los inicios del funcionamiento de este órgano constitucional, este se alejó de lo que ordena la ley orgánica.
De acuerdo con este diseño, las tareas de persecución penal concreta quedaban entregadas a los fiscales regionales y, en particular, a los fiscales adjuntos, quienes responderían, por sus aciertos y desaciertos, ante el respectivo fiscal regional.
De hecho, los fiscales están obligados por ley a responder a las instrucciones de su fiscal regional, sin perjuicio de poder representarles sus objeciones en ciertos casos. Y, a su vez, los intervinientes en un proceso pueden formular reclamaciones ante el fiscal regional cuando consideren que las decisiones del fiscal adjunto respecto de sus derechos reconocidos por la ley no se ajustan a Derecho, o resulten arbitrarias.
En otros términos, el diseño legal del Ministerio Público concibió un ente independiente, en el que se esperaba que cada estamento ejerciera sus funciones, las que estaban sujetas a control posterior por parte de sus superiores jerárquicos. Y que el fiscal nacional no debe intervenir en casos particulares, salvo excepciones establecidas en la ley.
¿Qué nos dice la realidad? Que nada de ello ha funcionado. Los casos en que los fiscales adjuntos presenten objeciones a las decisiones de sus superiores son inexistentes. Lo mismo ocurre con las reclamaciones que los intervinientes puedan formular respecto de las decisiones de los fiscales.
¿Qué ocurrió? Pues que, desde el primer día de funcionamiento del Ministerio Público, se generó en la Fiscalía Nacional una serie de unidades —que no están en la ley— cuya tarea es precisamente revisar casos particulares e instruir qué hacer en ellos. Y en el nivel de las fiscalías regionales se instauró como práctica habitual que los fiscales adjuntos consulten previamente sus decisiones con la Fiscalía Regional. O sea, exactamente a la inversa de su diseño legal.
Así las cosas, el resultado es que los sistemas de control interno y de responsabilidad constituyen letra muerta. Y, dado que las facultades de los jueces de garantía respecto de la actuación de los fiscales presuponen que esos sistemas sí funcionan o funcionarían, ellas resultan absolutamente insuficientes cuando se trata de evaluar si los fiscales han actuado correctamente o no.
En la práctica, la autonomía del Ministerio Público se ha traducido en la historia de un fracaso de los sistemas de equilibrio en el ejercicio de atribuciones del poder de persecución penal.
Por ello, me parece que focalizar la discusión en si la dirección del Ministerio Público debe recaer en un individuo o en un órgano colegiado no es lo relevante. Lo que importa es aprender de la historia. Es preciso definir con mucho mayor claridad las atribuciones de cada órgano y los sistemas de control del ejercicio de ellas y, a su vez, establecer con precisión la responsabilidad de las actuaciones del Ministerio Público. Si no es posible que ello ocurra al interior del Ministerio Público, será necesario rediseñar las facultades de los jueces, permitiendo un control efectivo del cumplimiento de la ley en las investigaciones penales.
Jorge Bofill Genzsch