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Editorial
Viernes 29 de abril de 2022
El peor de los escenarios
Sin estado de excepción y sin que se conozca una estrategia de largo plazo, la macrozona sur aparece entregada a la violencia.
La localidad de Los Álamos, en la provincia de Arauco, Región del Biobío, fue ayer en la mañana epicentro de la mayor escalada de ataques incendiarios en una misma jornada, desde que en 1997 se iniciaran los atentados en la llamada macrozona sur. El raid violentista concluyó en una empresa de áridos, hasta la que llegaron encapuchados armados, quienes, luego de golpear y amedrentar al propietario de la faena y a sus trabajadores, procedieron a rociar con acelerante y prender fuego a 23 camiones. La serie de acciones también incluyó ataques a otras empresas de áridos, cortes de caminos y quemas de más vehículos. En total, fueron treinta y tres las máquinas destruidas. La jornada de violencia había sido alertada por vecinos, que hicieron circular audios en los que contaban haber visto camionetas con encapuchados portando armas y llamaban a no circular por caminos interiores. “Eran como 40 compadres, más armados que los milicos de Chile, con escopetas y ametralladoras”, fue el crudo relato de una de las víctimas de los ataques, un camionero que, además de perder su vehículo, fue golpeado y amenazado.
Ante hechos como estos, resulta difícil rebatir las duras expresiones contenidas en un comunicado emitido por la Confederación Nacional de Dueños de Camiones, para la cual lo ocurrido “demuestra que la provincia de Arauco es una zona sin ley, con la autoridad completamente sobrepasada”. Más aún, tales expresiones bien podrían además aplicarse a distintos sectores de la vecina Región de La Araucanía, donde durante las últimas semanas los niveles de violencia solo se han incrementado. Ciertamente, ello interpela y coloca en una difícil posición a un gobierno que asumió con la promesa de iniciar una nueva etapa, en la que un diálogo abierto a todos los sectores, incluidos los grupos extremistas, permitiría traer la paz. Aunque tempranamente el frustrado intento de la ministra Izkia Siches por ingresar a Temucuicui demostró lo equivocado de ese diagnóstico, las autoridades no han sido capaces de presentar al país un plan que se haga efectivamente cargo de la situación. Al contrario, han abundado las señales equívocas, como la referencia de algunos personeros a los “presos políticos” mapuches o la entrega de beneficios carcelarios a condenados por graves crímenes. Más aún, procediendo contra la opinión mayoritaria de los habitantes de la zona y la evidencia de sus resultados, se decidió no renovar el estado de excepción, que —opuestamente a lo sostenido ayer por la ministra de Desarrollo Social— había significado una reducción en el número de atentados y llevado algo de tranquilidad a una zona en la que, por sus características y abundancia de caminos interiores, el número de efectivos policiales resulta completamente insuficiente.
Tiene razón el Gobierno cuando señala que una medida excepcional, por su propia naturaleza, difícilmente podría ser la solución para un problema de la magnitud del que se vive, y que se requiere abordar las cuestiones de fondo involucradas. Sin embargo, aquello no puede significar renunciar anticipadamente a ocupar las herramientas que entrega el Estado de Derecho para enfrentar situaciones apremiantes, como las que sufren a diario los habitantes de esa extensa zona. La tarea de conducir un país, en efecto, supone dejar atrás prejuicios y consignas ideológicas, para asumir en cambio la responsabilidad de Estado. En los hechos, la actitud de las autoridades está llevando al peor de los escenarios, sin estado de excepción ni medidas eficaces para atacar la violencia en lo inmediato, pero también sin que se conozca una estrategia clara y de largo plazo que abra alguna expectativa realista de solución.
Tal vez la distancia con la capital impida a muchos entender lo apremiante de la situación y lleve, en cambio, a abordar el tema como una disputa política más. Parece olvidarse que la violencia, además de sumir en el terror a miles de ciudadanos y crear un clima de inseguridad que conspira contra cualquier aspiración de progreso, está cobrando víctimas concretas, trabajadores como el camionero atacado la semana pasada con fusiles de guerra en la Ruta 5, y que hoy lucha por su vida, o como los operarios amedrentados en los atentados de ayer. Se trata, en definitiva, de un problema que un gobierno que declara su profundo compromiso social debiera reconocer como prioritario.