La idea de poder blando o soft power, término acuñado por el cientista político norteamericano Joseph Nye a fines de los 90, se ha vuelto una prioridad para las potencias internacionales y gobiernos con un alto capital cultural. En relaciones internacionales, se entiende por poder blando la capacidad de un actor político, como por ejemplo un Estado, para incidir en las acciones o intereses de otros actores valiéndose de medios culturales e ideológicos, con el complemento de medios diplomáticos.
Chile, a lo largo de su historia, no ha estado exento de cierta influencia por parte de corrientes ideológicas o culturas asociadas a olas migratorias provenientes de Alemania, España, Palestina o países vecinos en la región. Pero también de naciones hegemónicas en el concierto internacional. Es el caso de Estados Unidos o recientemente de la República Popular China (RPC). Chile no es solo el primer país en haber reconocido a la RPC en 1970, incluso antes que el Presidente Nixon lo hiciera en Estados Unidos. También se ha transformado en uno de los mayores receptores de inversión china en América Latina. De acuerdo con cifras de 2021 de Invest Chile, el gigante asiático lidera la lista de países con mayor número de proyectos en territorio nacional, superando incluso a Estados Unidos.
El problema surge cuando una influencia que aparenta ser netamente económica y hasta cierto punto bidireccional (donde un país como Chile también se puede beneficiar de acuerdos de intercambio comercial), adquiere visos de transformarse en una dependencia política y cultural unilateral. Es lo que se conoce como la preeminencia de un poder agudo o sharp power impulsado por un actor o Estado determinado, y que dista del poder o influencia blanda por su naturaleza coercitiva para las instituciones democráticas y soberanía del país receptor. Una injerencia que puede llegar al punto de utilizar herramientas cibernéticas y campañas mediáticas para influir en la opinión pública local, como señalan los autores Christopher Walker y Jessica Ludwig, del think tank estadounidense National Endowment for Democracy.
En ese contexto se inserta el reciente estudio global “China in the World” (https://china-index.io/), desarrollado por el Institute for Global Governance Research de la Universidad Hitotsubashi de Japón, en alianza con el Instituto Desafíos de la Democracia en su capítulo chileno, que evalúa la influencia de Beijing en 36 países del mundo. Dicha influencia se mide en relación con los niveles de exposición, presión y efectos concretos detectados en nueve áreas específicas: medios de comunicación, política exterior, academia, política interna, economía, tecnología, sociedad, ejército y aplicación de la ley.
En el caso chileno, el estudio muestra una vulnerabilidad reciente y ascendente frente a China de nuestra economía, libertad de los medios de comunicación y actividad política. En esos ámbitos, el país se encuentra en el top 15 mundial de influencia del gigante asiático. Injerencia que va desde un aumento exponencial de insertos pagados por el Grupo de Medios de China en medios influyentes nacionales, sobre todo impresos; participación en licitaciones públicas de diversa naturaleza (como la reciente licitación de los pasaportes y registro de identificación nacional); posicionamiento en actividades económicas o infraestructura crítica a través de empresas estatales chinas (como se alertó con la compra de CGE por parte de China State Grid); hasta relaciones preferenciales con actores políticos locales (llegando incluso al paroxismo de tener a ciertas autoridades parlamentarias, ejecutivas o municipales defendiendo el autoritarismo chino o catalogándolo de democracia, así como cambiando votaciones para responder al “principio de una sola China”).
La buena noticia es que en el mismo estudio, Chile aparece con una mayor fortaleza institucional y neutralidad en la toma de decisiones que una mayoría de países medidos (incluyendo a Estados Unidos), para evitar una sobreexposición, presión y efectos coercitivos por parte de ciertos intereses del país asiático.
Por último, es importante destacar que en la raíz del estudio y análisis desplegado, no está el enjuiciar la importancia o riqueza de las relaciones multidimensionales con una nación como China, o generar una animadversión sobre cualquier iniciativa o relación que el país asiático establezca con Chile. Lo que se pretende más bien es entender la naturaleza de una influencia ascendente, así como identificar áreas donde preparar y fortalecer nuestra institucionalidad democrática para enfrentar de manera positiva dicho fenómeno.
Juan Cristóbal Portales
Instituto Desafíos de la Democracia (IDD)
Sascha Hannig
IDD e Institute for Global Governance Research, Hitotsubashi University, Japón