La democracia moderna es el resultado de varios ensayos y mejoras institucionales, que han permitido combinar la igualdad y la participación ciudadana con la libertad individual y la eficacia política. Esos ensayos y mejoras han permitido, por ejemplo, extender la ciudadanía a personas originalmente excluidas de la participación política, aumentar las posibilidades del régimen democrático de sortear crisis graves o reducir el riesgo de que, por medios más o menos sutiles pero efectivos, alguna mayoría circunstancial se haga con el control del Estado.
En todo ello desempeñan un papel fundamental varios mecanismos: la separación de los poderes del Estado, el control constitucional, las leyes de quorum calificado, la consagración constitucional de los derechos fundamentales y las acciones constitucionales directas, entre otros. Su finalidad es mejorar la deliberación y la decisión democrática y por eso pueden explicarse por medio de un símil con las decisiones de una persona individual.
Cuando alguien debe tomar una decisión importante tiene varias opciones: seguir una corazonada, arrojar una moneda al aire, preguntar a otras personas, buscar ejemplos en los libros de historia, etcétera. No todas las opciones son igualmente buenas, pero la cuestión, en todos los casos, es evitar el error, pues el punto no es solamente tomar una decisión, sino tomarla bien. Por lo mismo, una persona razonable sopesará cuidadosamente las opciones y dejará abiertas posibilidades por si necesita rectificar.
Si el problema de la democracia consistiera únicamente en tomar decisiones, entonces los mecanismos de resguardo contra el propio error serían innecesarios. Pero, como en la vida de las personas individuales, ese no es el caso. La deliberación en una sociedad democrática es esencial para que se tomen decisiones razonables, con las que el grueso de la ciudadanía pueda, antes o después, identificarse. Y el “antes” y el “después” no deben perderse de vista, pues las personas pueden cambiar de opinión y lamentar decisiones que en su momento tomaron incluso con mucho entusiasmo.
Considerando lo anterior, no parece exagerado decir que la democracia asamblearia y la democracia corporativa son las peores formas de democracia posible. La primera, porque debilita todos los mecanismos deliberativos para, en su lugar, dejar lugar a los puramente decisorios. Sustituye a los representantes por meros portavoces de la “voluntad popular”, con lo que empobrece el debate y contribuye a que la democracia misma se torne un juego de suma cero entre los adversarios políticos; desecha o reduce los mecanismos institucionales que contribuyen a atemperar la discusión política y los presenta como ardides ideados para torcer la voluntad popular. Bajo esta forma de democracia, el aliciente que tienen los partidos (devenidos en facciones) es el de capturar el aparato del Estado. Es difícil comprender la necesidad e importancia de la alternancia en el poder cuando se tiene esta concepción de democracia. La nueva izquierda, intoxicada con la idea de la “democracia radical”, nos dio, en su momento, abundantes muestras de esto.
La democracia corporativa es igualmente perniciosa. Si el sujeto de la deliberación y decisión democrática son ciertos grupos de interés, se tiende, en el peor de los casos, a imponer formas coactivas de representación (por ejemplo, a favor de los pueblos indígenas) y, en el mejor, a introducir una estructura diferenciada de derechos y obligaciones entre los ciudadanos. La democracia corporativa destruye el bien común, porque fragmenta los intereses ciudadanos al fragmentar la ciudadanía. Con ella desaparece el interés universal, es decir, la posibilidad de dar con un interés que pueda ser de la incumbencia de todos los ciudadanos; en su lugar, introduce múltiples intereses, difíciles, cuando no imposibles, de conjugar. Lo que en el Estado subsidiario se puede lograr por medio de asociaciones voluntarias y en concordancia con el bien común, en el Estado corporativo se impone coactivamente, con daño para el bien común.
Por desgracia, la Convención Constitucional coqueteó durante meses con ambas formas de democracia, desencantando a varios entusiastas del proceso. Quizás hubiera podido evitar esa desafección si hubiese rescatado las enseñanzas ya probadas de la teoría constitucional. No necesitaba inventar la rueda, sino solo no poner palos en las suyas propias.
Felipe Schwember
Universidad del Desarrollo