Una de las razones de la pobreza del debate político es la generalización y legitimación de semiverdades, mentiras, imprecisiones y falacias que han contaminado la discusión pública. No me refiero a las fake news, que son construcciones deliberadamente falsas, de suyo perversas y con repercusiones muy negativas en la deliberación democrática. Aludo a algo que puede ser aún peor: la falta de precisión y de rigor conceptual que han inundado a intelectuales y políticos, incluso a aquellos de reputada alcurnia republicana.
Un ejemplo paradigmático de ello ha sido la discusión constitucional. Se afirma que un rechazo al proyecto de la Convención Constitucional significaría el regreso a la Constitución de Pinochet de 1980, escrita “por cuatro generales”. Sin embargo, nuestra actual Carta, en lo medular, es radicalmente diferente a la original, pues tras las numerosas reformas que culminaron en el texto del 2005 —firmado por el presidente Lagos y aprobado por grandes mayorías en el Congreso Nacional—, quedaron eliminados todos aquellos factores que impedían un régimen democrático, como los senadores designados; igualmente, aseguró la subordinación de las Fuerzas Armadas al poder civil, se facultó la remoción de los comandantes en jefe y modificó el Consejo de Seguridad Nacional; se garantizó el pluralismo y la participación política; eliminó la proscripción de los comunistas; se restringieron los estados de excepción constitucionales y fortaleció el recurso de amparo; se perfeccionaron los procesos electorales y se eliminó la censura, entre otros. En suma, la Constitución vigente ha permitido décadas de gobiernos democráticamente elegidos (incluida la coalición actual, que tiene como parte integrante principal al Partido Comunista) y la alternancia de gobiernos de signos diferentes.
A ello se retruca que, de todos modos, es una Constitución basada en el principio de subsidiariedad, que limita las facultades del Estado para enfrentar los desafíos nacionales. En primer lugar, en ningún artículo de la Carta existe referencia alguna a la subsidiariedad. Pero más importante que eso, el Estado goza de los instrumentos para garantizar la consecución del bien común, como quedó ampliamente demostrado con la unificación de los sistemas de salud público y privado para enfrentar con gran éxito la pandemia de covid.
Ahora bien, también es cierto que la Constitución garantiza efectivamente el derecho de propiedad, y por lo tanto, limita el poder de los gobiernos para expropiar sin el pago inmediato del valor de mercado del bien expropiado; reserva la mayoría de las actividades económicas al sector privado, y permite la participación del sector privado en la solución de problemas públicos a través del sistema de concesiones o la educación particular subvencionada financiada por el Estado (sistema que se inicia bajo el gobierno de Fco. Antonio Pinto, en los albores de la República). A contrario sensu, el Estado controla los currículum y los textos escolares, se inmiscuye en todos los aspectos administrativos y reglamenta todo el funcionamiento del sistema educacional. La actual Constitución, es cierto, permite también universidades privadas y un sistema de salud mixto, en el cual cerca del 80% de la población pertenece al sistema público, mientras las isapres son una industria regulada.
La pregunta es: ¿Alguien puede afirmar que todas las mejoras experimentadas en la expansión de la educación media y universitaria o el importante progreso en nuestras expectativas de vida (la mejor medida de un sistema de salud) se deben a la inclusión de esos como derechos constitucionales? ¿No será que el progreso económico y precisamente esta participación de la iniciativa privada en la solución de problemas públicos ha sido el factor más relevante de ello?