Daniel Jadue dicta cátedra sobre la política chilena desde Caracas, capital de un país devastado. Ha elegido ese escenario para volver a golpear al Presidente de su propio gobierno, para alabar a aquellos países como Nicaragua, Cuba y Venezuela, que “de verdad apuestan por la desaparición del neoliberalismo y del capitalismo”. Hay que tomar nota: el objetivo ya no es solo la deconstrucción del neoliberalismo, sino la desaparición del capitalismo. Ahí uno empieza a entender algunas de las normas aprobadas o por aprobarse en la Convención sobre propiedad, uso de aguas, nacionalizaciones y otras, detrás de las cuales (y con eficacia que hay que reconocer) está el compañero de Jadue, Marcos Barraza (el Gran Operador del maximalismo constitucional), normas cuya promesa es la de la instauración pronta del Paraíso en la Tierra (perdón, habrá que decir ahora en “los territorios”). Barraza y cía. invitan a los chilenos a seguirlos en la ruta hacia el Paraíso de los “derechos sociales”, la plurinacionalidad y las autonomías ad infinitum; Jadue ha elegido —en cambio— hablar desde las puertas mismas del Infierno: Caracas, Venezuela.
Dante ya nos enseñó cuál es la peor de las catástrofes del Infierno: la de la pérdida de toda esperanza. Ahí está la memorable y estremecedora frase inscrita en el umbral mismo del Infierno dantesco: “lasciate ogni speranza” (“dejad aquí toda esperanza”). Si hay algo que he escuchado de muchos amigos cubanos, venezolanos y nicaragüenses, y de quien le ha tocado vivir (y morir) dentro de un sistema totalitario, es la sensación de total desesperanza. No solo se pierde la libertad bajo esos regímenes; lo más dramático y doloroso es que se pierde la esperanza. Gabriel Marcel, filósofo existencialista francés, dijo que el hombre está hecho, en último término, de esperanza. En Caracas, desde donde habló Daniel Jadue, ya no hay esperanza, es decir, se vive en condiciones infrahumanas, no solo materiales, sino también espirituales. Años atrás, en una manifestación contra el dictador Maduro, un grupo de jóvenes levantó un lienzo con esta bella consigna: “florecemos en un abismo”. Todavía había algo de esperanza entonces. No sé si alguien podría hoy afirmar lo mismo al interior de Venezuela. ¿En qué estarán esos jóvenes? ¿Serán parte de la diáspora de venezolanos repartidos por todo el mundo? ¿Alguno de ellos habrá muerto en alguna manifestación o en alguna de las cárceles adonde son llevados los disidentes?
Qué paradoja siniestra: un dirigente comunista de Chile enarbola la esperanza en el fin del capitalismo y una nueva sociedad más igualitaria y justa en Chile, parado sobre una tierra baldía, donde ya no viven seres humanos, solo sobreviven día a día, como sombras de sí mismos, como los “hombres huecos” de T. S. Eliot (quien en su poema “The Hollow Men” hace una reescritura del infierno de Dante): “somos los hombres huecos/ los hombres rellenos de aserrín/ que se apoyan unos contra otros/ con cabezas embutidas de paja./ Ásperas nuestras voces (...)/ como viento sobre hierba seca”.
Jadue expresó en Caracas una cierta melancolía resignada por la imposibilidad de que Boric pueda terminar con el capitalismo; pero mantiene la esperanza —dijo— de que con la Convención sí se pueda. Mientras lo oía hablar, cerré los ojos y pensé en tantos amigos poetas perseguidos, desterrados, silenciados en Caracas, La Habana y Managua. Y pensé también en el silencio de muchos intelectuales y gente de la cultura en Chile ante el sufrimiento de esos héroes de la palabra, mientras escuchaba el sonsonete, tan inconfundiblemente leninista, de un dirigente político que elige la “capital del dolor” (como diría Eluard), Caracas, para hacer sus declaraciones. Ese silencio ominoso, ese escandaloso doble estándar de nuestra izquierda es con el que cuentan los operadores del Infierno para llevarnos a todos ahí, creyendo que nos dirigimos al Paraíso en la Tierra.