Desde que la Convención comenzó a trabajar, han ido cambiando las sensaciones que habitan en la conciencia de quienes siguen sus deliberaciones.
Lo primero fue la sorpresa ante la composición del órgano, estupefacción ratificada por los comportamientos iniciales de sus minorías más radicalizadas. Después vino el desconcierto, producto de algunas declaraciones y de las primeras formulaciones de normas. Un creciente malestar comenzó entonces a extenderse entre conciudadanos de muy variadas tendencias.
Pero el alma humana no se queda tranquila si descubre que está con fiebre: todo el organismo espiritual empieza a reaccionar. Y así comenzó a suceder con cada chileno sensato, porque a partir del malestar se instaló una profunda indignación, fundada en una sensación de secuestro, de inexplicable posibilidad de perder todo lo atesorado por Chile durante siglos.
De la sorpresa y del desconcierto iniciales que tantas veces se expresaron en los últimos meses en comentarios como ‘están locos', ‘todo es un absurdo completo' y ‘será imposible que pongan en práctica sus desvaríos', hoy, a poquísimas semanas del término del proceso, el malestar y la indignación se han comenzado a expresar en otros términos: ‘saben exactamente lo que quieren: destruir Chile' y ‘no dejarán pasar la oportunidad de imponernos a todos el conjunto de sus estrafalarias ideologías'.
Sorpresa, desconcierto, malestar e indignación, son sensaciones que nos han afectado en momentos sucesivos, pero que se han ido superponiendo y potenciando entre sí. Nada saca el aparato comunicacional de las izquierdas radicalizadas en la Convención con intentar desalojar esas sensaciones —que son ya convicciones— de la conciencia de los ciudadanos. Se ha desarrollado en nosotros un proceso psicológico y espiritual que no podrán desarraigar las pataletas de aquellos gurús o de aquellas activistas que, con voz engolada, pontifican y descalifican.
Por eso mismo, una análoga sorpresa, un creciente desconcierto, un parecido malestar y una indisimulada indignación, van apareciendo también entre los 55 convencionales que nos están llevando a la perdición. Ellos mismos no se logran explicar por qué las normas que están consiguiendo aprobar en el pleno suscitan en muchos casos un rechazo tan extendido. No entienden cómo moros y cristianos, tirios y troyanos, montescos y capuletos, cada vez que leen un nuevo artículo incorporado al borrador final, dejan atrás sus diferencias y rechazan decididamente el contenido de lo aprobado.
¿Qué motivos están causando que se repita el ¡No es esto, no es esto! con que Ortega y Gasset se arrepentía de su apoyo a la República española de 1931?
Por supuesto, hay intereses personales que aparecen amagados por un estatismo asfixiante y con pretensiones de irreversible. Y nada de malo tiene que defiendan lo propio quienes oyen promesas de infinitos nuevos derechos pero, al mismo tiempo, ven cómo se les conculcarán aquellos de los que hoy son titulares.
A esos intereses personales se suman, por cierto, los afanes de bien común que son propios de muchísimos ciudadanos, tan patriotas como diversos en sus tendencias. Porque a diferencia de lo que piensan tantos extremistas en la Convención, Chile no es un país de egoístas depredadores y explotadores. Hay muy legítimas aspiraciones familiares y sociales en juego, y ningún grupo de iluminados iconoclastas puede evitar que esos intereses se manifiesten.
La de las próximas semanas será, por lo tanto, una confrontación entre dos estados parecidos del espíritu humano, radicados de modo diverso en dos sectores muy diferentes de chilenos.
Nosotros no buscamos esa disputa.