Las imágenes desiertas de las calles de Shanghái, con millones de personas encerradas, golpean nuestras memorias de aquellos días de encierro por la pandemia. Mientras la apertura se ha consolidado en buena parte del mundo, China mantiene una férrea política de cero covid, basada en una rápida reacción a casos puntuales para evitar la propagación al resto de la población.
Si durante la pandemia fueron varios los entusiastas con el encierro total y un control abrumador del Estado sobre las actividades sociales, poco a poco ha quedado de manifiesto que los esfuerzos centralizados —pudiendo ser exitosos en el muy corto plazo— generan problemas graves con el paso del tiempo. El caso de Shanghái es una muestra patente de ello. La pandemia requirió en sus inicios de un esfuerzo centralizado, pero su persistencia ha generado dependencia del Estado, al mismo tiempo que ha modificado los incentivos de las personas.
Uno de los antecedentes más notables de la situación en China es la poca densidad de vacunados en personas mayores. Parece inverosímil que el país donde se han fabricado miles de millones de dosis de vacunas no haya logrado inocular a buena parte de sus adultos mayores. Esto no necesariamente obedece a una falta de interés del gobierno por el proceso, sino también a una falta de interés de las personas por las inyecciones. ¿Para qué vacunarme si cualquier foco será rápidamente controlado? Una vez dentro del círculo vicioso, resulta muy difícil escapar. La falta de vacunación refuerza la necesidad de controlar la movilidad, que a su vez desincentiva la vacunación. Y así sigue.
La dependencia de la acción del Estado, sin embargo, no tiene fronteras y tampoco se agota en el control del covid. Lo sucedido esta semana en nuestro país es muestra fehaciente de esto. Las transferencias estatales —necesarias al comienzo de la pandemia— y los retiros previsionales han generado dependencia y han modificado incentivos. La máxima parece ser que mientras existan dificultades económicas o deudas —esto es, siempre— se justifica la destrucción del sistema de pensiones o la ayuda ilimitada del Estado. El deterioro institucional está abonando al deterioro económico, y cuando este se manifieste con más fuerza la presión será inmensa.
Salir de estos callejones sin salida requiere de golpes de timón. Difíciles, pero necesarios para cambiar la dinámica. Desafortunadamente, esta semana en Chile hemos presenciado más bien un golpe al timón. El Gobierno nunca tuvo demasiadas balas para enfrentar estas presiones, toda vez que sus máximas autoridades fueron las más entusiastas impulsoras de transferencias incondicionales. Esta semana mojó parte de sus municiones.