En pocos años, los católicos chilenos vimos cambiar el mundo que nos rodea. Ya no estamos bajo el manto protector de leyes e instituciones e incluso algunos nos miran con sospecha. Todo esto nos ha hecho la vida más difícil, pero no estaría bien que, como reacción, nos transformáramos en un coro lastimero.
Ciertamente, no pretendo hacer un elogio de esta situación, pero no exageremos. Basta darse una vuelta con la mente por el globo terráqueo para descubrir que en muchísimos países del mundo (India, Corea del Norte, Cuba) la realidad de nuestros hermanos en la fe es realmente difícil.
¿Que las redes sociales exudan anticlericalismo? Sin duda, pero resultan preferibles los latigazos de Twitter a enfrentarse a un león con buen apetito o pasar una temporada en una cárcel china.
Tal vez nuestro pesimismo no sea más que una forma velada de comodidad: “como el mundo está tan irremediablemente mal, entonces no vale la pena hacer nada”. Otras veces puede esconder pura y simple arrogancia: pensar que la gente de hoy es tan tonta o se halla en un grado de corrupción tan irremediable que es incapaz de entender el mensaje cristiano. ¿Resulta entonces que no tenemos nada que decir y estamos condenados a permanecer mudos, esperando que por arte de magia pase la tormenta? Menos mal que San Pablo no pensó las cosas de ese modo.
Además, cuando veo las ofertas disponibles en el “mercado de los proyectos de vida”, me parece que el hedonismo progresista que hoy resulta tan popular no se ve particularmente atractivo. Prefiero la Eucaristía a la marihuana; la fidelidad me parece mucho más bonita e inteligente que la promiscuidad, y el evangelio de Lucas o las obras de C. S. Lewis infinitamente más novedosos que la pornografía. Un padre y una madre paseando con sus hijos puede ser hoy un signo de genuina rebeldía en comparación con la tendencia a apostar por una vida sin límite alguno. Sin embargo, no parece que seamos muy eficaces a la hora de mostrar la belleza del cristianismo. ¿Por qué?
Pienso que una primera causa radica en una suerte de desnutrición que afecta tanto al corazón como al intelecto de muchos creyentes. Si un cristiano, y más específicamente un católico, se da el lujo de abandonar la saludable práctica de la confesión, si no se alimenta de la Eucaristía y piensa que la Biblia es un libro que resulta útil solo para los evangélicos, ¿puede extrañarle que a poco andar se encuentre en un estado de completa anemia? ¿Cómo va a imitar la vida de Jesucristo si no repasa y medita diariamente unos minutos los evangelios?
Por otra parte, también resulta necesario un conocimiento mínimo de los contenidos de la fe. Esto tampoco es tan difícil: el Catecismo de la Iglesia Católica está disponible gratis en internet. Y si a uno le parece un poco largo, entonces descargue el Compendio del Catecismo, que es una verdadera joyita. En todo caso, le recomiendo que al menos lea la parte final del Catecismo largo, que está dedicada a la oración. Es la más breve de todo el libro, pero abre unos amplios horizontes y ayuda a que la vida del cristiano no quede aprisionada en la mediocridad.
Otra causa de que no mostremos la belleza del cristianismo es que lo hemos abaratado, lo ajustamos a nuestros personales intereses y termina así transformado en un producto muy poco atractivo. Esto tiene manifestaciones muy prácticas: ¿cuánto nos cuesta, en tiempo y en plata, ser cristianos? Son cosas muy concretas, pero que dicen mucho.
Por supuesto que siempre cabe recurrir al argumento infalible, que permite quedarse muy tranquilos en la propia pasividad: los abusos de los clérigos. Se trata de una herida gravísima, que afecta la credibilidad de la Iglesia y que ha destruido la vida de muchas víctimas inocentes. Sin embargo, ¿desde cuándo un cura puede ser tan poderoso que es capaz no solo de liquidarle la existencia a sus víctimas, sino también de arrebatarles la fe y las ganas de luchar a los demás creyentes? ¿Vamos a dejarnos privar de lo más grande de nuestras vidas por los comportamientos depravados de otros?
Por último, ya es hora de que los católicos nos empecemos a preocupar por los otros curas, por esa gran mayoría de sacerdotes que hace las cosas como se debe, pero que están solos y muchas veces lo pasan mal. No son perfectos, a veces ni siquiera han tenido tiempo para preparar bien sus prédicas, pero están ahí cuando los necesitamos. Si son pocos, esa es una razón adicional para cuidarlos. Sería un buen paso para empezar a salir de la melancolía.
Joaquín García-Huidobro
Universidad de los Andes