Así se llama el último documental de Ai Weiwei (1957), el artista disidente chino que —sin inmutarse— suele “ponernos el dedo en la llaga” hacia una reflexión muy personal y necesaria. Aquí no hay entrevistas ni antecedentes ni discursos ni cifras ni contextos ni arengas, solo imágenes. ¡Potentes sí! Ellas dan cuenta de la vida cotidiana de 580 mil personas (según Acnur, 920 mil) que sobreviven en el campamento más grande del mundo y… de la historia: Kutupalong, en Bangladesh, próximo a la frontera de Myanmar (ex-Birmania). ¿Quién habita ahí y por qué? Desde 2017 a nuestros días, los rohingyas —grupo étnico y religioso musulmán— sufrieron una “limpieza étnica” a manos del gobierno de Birmania (de clara mayoría budista) que los acusa de ser “intrusos bengalíes”, fundamentalistas y no birmanos. La comunidad Rohingya huyó del genocidio “con lo puesto” (que nunca fue mucho) hacia el campo de refugiados donde, día a día, resisten…
Sin decir palabra, la cámara de Weiwei nos hace compartir toda la fuerza de esa “resistencia” que —pese a su desoladora miseria— transmite un sentido de vida, el mismo que nos haría bien tener a los que nos desenvolvemos en circunstancias más alentadoras. Allí hay innegable precariedad, condiciones insalubres, pisos de tierra, faltas de oportunidades, desnutrición, machismo crónico y muchos otros “males”, pero abunda también una cierta conciencia de la alegría que significa amanecer vivo.
En medio de la fragilidad y falta de bienestar que se respira hasta por los poros, se intuye el valor del rito, de los antepasados y de una sonrisa inocente. El sentido lúdico de los niños y niñas saltando charcos y elevando volantines o asistiendo a salas de clases más que deficientes (además de formar parte del repudiable trabajo infantil) y sin sospechar que existen escenarios mejores en otras latitudes, cala profundo. Asimismo, la templanza con que la comunidad entierra a los que parten de este mundo, la sabiduría con que cocinan sus meriendas en el suelo de sus mediaguas de bambú, rezan sus oraciones o ganan su pan de cada día en medio de unos parajes rurales sublimes, son escenas aparentemente irrelevantes, pero…
Como señaló hace poco el crítico Ascanio Cavallo a este mismo diario: “Este tipo de cine es discutido y discutible, pero interesante…”. En este documental de 122 minutos (que se hacen eternos) es posible encontrar ópticas no solo interesantes, también muy pertinentes para nuestros procesos chilenos actuales. ¿Cuáles? Serenidad, ausencia de mesianismos y/o egos, mesura y una certera sensación de ser parte de una larga, azarosa y bella historia común.
Magdalena Piñera