Jean-Jacques Rousseau fue prolífico por lo que respecta a su descendencia, así como por la polifacética creación intelectual que nutrió el extenso catálogo de obras de que es autor. De sus hijos nada se sabe, pero sus ideas siguen siendo base del sistema democrático de convivencia política y social surgido de la Revolución Francesa de la cual fue uno de sus más importantes sostenedores filosóficos.
Rousseau interpretando la epopeya de la humanidad concibió la utopía intelectual de que los hombres en las sombras de la prehistoria decidieron abandonar su estado natural deponiendo la libertad en que originalmente vivían cediéndola a favor de la autoridad que asumía la responsabilidad de la administración del interés de la comunidad. Este acto de renuncia permitió imponer la majestad del Derecho y la consecuente imposición de normas consentidas que preservaran la libertad y el orden al interior del grupo organizado.
Este pacto o contrato social posibilitó a los pueblos llegar organizadamente a ser naciones estableciendo identidades políticas y culturales que perfilaron lenguajes, tradiciones, símbolos y memorias colectivas que terminaron por ser exclusivas y excluyentes para los participantes iniciales y futuros del utópico contrato.
Si se acepta la hipótesis del filósofo franco-suizo es admisible que alguna vez habitantes de nuestro actual territorio —en el generoso decir de Ercilla “soberbios, gallardos y belicosos”— convinieron un pacto social que dotó de registro y marca a los chilenos de entonces y para siempre. El teórico instrumento habría sintetizado por primera vez lo que el cardenal Silva Henríquez denominó siglos más tarde “el espíritu de Chile”. Su concreción en la realidad, dadas sus objetivas constancias, serían las sucesivas Cartas Fundamentales que desde 1811 han regido en este país que —de nuevo Ercilla— no ha sido “por rey jamás regido ni a extranjero dominio sometido”.
Por cierto, el pacto original y sus referentes constitucionales han experimentado reformas, tales como pasar de colonia española a nación independiente, estructurarse como Estado en forma de acuerdo con la concepción portaliana, soportar un pseudo parlamentarismo, reemplazarlo en 1925 por el sistema presidencial y reinaugurar en 1990 la democracia colapsada diecisiete años antes. Cada una de esas etapas ha sido cumplida con la aceptación de las mayorías y en cada una de ellas ha existido consenso —que no es lo mismo que unanimidad— en el compromiso de avanzar en comunidad en el modelo de país en condiciones mayoritariamente aceptadas. En definitiva, las Constituciones homologaron las modificaciones, enmiendas y aportes que, de contarse con su texto, habría tenido el contrato social chileno.
Chile realiza en estos días una acción política nacional para que se proponga a la aprobación ciudadana un nuevo texto constitucional. Esta pudo ser una excepcional ocasión en que pudiéramos reencontrarnos con nuestro teórico contrato social, asumiéramos lo avanzado en más de 200 años de transcurrir independiente, inventariáramos las carencias y hasta angustias del presente y diseñáramos respuestas a las demandas del porvenir. Hasta donde es posible formarse opinión sobre los trabajos de la Asamblea Constituyente poco o nada se ha logrado consensuar de estas tareas cuyos resultados se vislumbran complejos y hasta confusos.
Llamados a recuperar la brújula direccionada a esos objetivos no han tenido eco. Se ha preferido persistir en los juicios descalificatorios del adversario transformado en enemigo y las expectativas apuntan a proponer un estatuto fundacional y sesgado que sustituye instituciones y desperdicia aspectos que a anteriores generaciones han demandado sangre, sudor y lágrimas. Tal es el resultado del beligerante debate político que practican los restos sobrevivientes de los conglomerados políticos y los llamados colectivos empeñados en sembrar ilusiones para cosechar fracasos.
Hasta ahora no comprendemos que esta puede ser una ocasión de replicar perfeccionado nuestro hipotético pacto social para recuperar, unidos dentro de la disidencia, el “espíritu de Chile”. Igual que en las tragedias griegas nos acercamos al abismo sin más preocupación de que la noticia de la violenta caída sea cubierta por los medios. Los chilenos una vez más estamos confirmando que somos expertos en aprovechar la oportunidad de desaprovechar la oportunidad.
Enrique Krauss Rusque