De todos los adelantos de la Revolución Industrial del siglo XIX, el ferrocarril y el tranvía tuvieron enorme impacto en el concepto de ciudad y en el ordenamiento del territorio en general. Por una parte, el ferrocarril comprimió la percepción del mundo, posibilitando el transporte y las comunicaciones a distancia, y en otra escala, el tranvía lo expandió milagrosamente, permitiendo a la burguesía mudarse desde los viejos cascos fundacionales a una periferia más moderna y saludable, la llamada “ciudad-jardín”, con las primeras experiencias de especulación inmobiliaria sobre terrenos agrícolas.
Santiago no escapó a estos influjos. Hacia 1850, la capital seguía siendo colonial, pequeña, baja, homogénea en su arquitectura de cal, adobe y tejados, excepto por los campanarios de las iglesias y algunos edificios públicos singulares, entre los que descollaba en el horizonte el volumen de la Casa de Moneda, que junto con el Puente de Calicanto eran las edificaciones más espectaculares y cosmopolitas de la capital. Todo el acontecer urbano estaba circunscrito a un circuito desde el paseo de Las Delicias, la calle Ahumada, la plaza, el mercado, el puente, el paseo de los Tajamares y los límites que en este caso eran todavía físicos, resabios de la Conquista: un peñón que había servido de atalaya y defensa y dos cursos de agua: el río y la Cañada. Estos accidentes naturales constituyen hasta hoy los bordes perceptuales de la ciudad: cerro, río y Alameda. Fuera de ellos, los arrabales de extramuros, atravesados por las rutas inmemoriales del comercio: Independencia y San Diego –el camino Real, el camino del Inca– y San Pablo, el camino de Valparaíso.
El agua ha tenido siempre un rol normativo en la configuración del paisaje, y existió, para efectos de la percepción geográfica de los habitantes de Santiago, una segunda línea de frontera que contendría la expansión urbana hasta bien entrado el siglo XX: hacia el oriente, el canal San Carlos, de origen prehispánico y obra mayor de la ingeniería colonial, y hacia el sur, el Zanjón de la Aguada, cauce natural del escurrimiento del valle del Maipo y en torno al cual se instaló, gracias al ferrocarril, el matadero y las talabarterías, el primer cinturón industrial de la ciudad y las primeras poblaciones obreras. Hacia el primer centenario de la República, la ciudad gozaba de infraestructura y servicios, espacio y transporte público, circulación y conectividad, incluyendo nuevos trazados que superaban las fronteras históricas. De todas estas operaciones, es la canalización del río Mapocho la que más dramáticamente cambió el imaginario de la ciudad, dotándola de nuevos límites tangibles: un parque, un camino de cintura, una circunvalación del ferrocarril y los primeros suburbios. Todo esto al costo absurdo, eso sí, de perder el puente de Calicanto en 1888 y con él parte de la identidad urbana, un lamento eterno.