Todo sistema constitucional que se precie de tal descansa sobre tres premisas esenciales: el Estado de Derecho, la separación de poderes y el reconocimiento y protección de los derechos y libertades fundamentales. Estas premisas están indisolublemente unidas al constitucionalismo. De entre ellas, el principio de separación de poderes hunde sus raíces en el pensamiento de Locke (“Segundo tratado sobre el gobierno civil”) y de Montesquieu (“El espíritu de las leyes”), durante los albores del Derecho Constitucional, que surgió y se desarrolló a partir del siglo XVII con el preciso fin de lograr la limitación del poder por medio del derecho.
Para concretar ese objetivo, el principio de separación de poderes apunta a la mayor distribución posible del poder, atribuyéndoselo a diversos órganos. La idea es que el poder frene al poder (Montesquieu) mediante mecanismos de frenos y contrapesos, lo que implica distribuir las funciones ejecutiva, legislativa y judicial en distintos órganos. Pero, además, la lógica de la separación de poderes asume también la conveniencia de que las instituciones que ejercen cada una de esas funciones cuenten a su vez con mecanismos que ayuden a evitar la concentración de poder, o que al menos lo dispersen o disminuyan.
Desde este punto de vista, el bicameralismo es una forma de llevar la esencia de la separación de poderes al interior de la estructura del Parlamento o Congreso, en particular en las formas de gobierno presidencialista y semipresidencialista. Así ha ocurrido en Estados Unidos, el más prestigioso y admirado sistema constitucional presidencialista, y así ha sucedido también en el modelo semipresidencialista de Francia. Por eso puede afirmarse que la existencia de dos cámaras es probablemente una de las claves del éxito de las constituciones de ambos países.
Sin embargo, la eficacia y el éxito del bicameralismo conllevan la necesidad de que ambas cámaras cuenten con atribuciones que efectivamente se traduzcan en reales frenos y contrapesos recíprocos (así ocurre tanto en el modelo norteamericano como en el francés). En tal sentido, parece evidente que el debilitamiento o la eliminación de una de las cámaras supondría el debilitamiento de la separación de poderes. Por eso se debe ser cuidadoso a la hora de diseñar la estructura institucional de un sistema constitucional, lo que hace aconsejable desplegar altas dosis de prudencia y de conocimiento, y que se tome en especial consideración lo que enseña la teoría política y constitucional democrática, así como la mejor y más relevante experiencia comparada.
Por todo lo anterior, resulta preocupante la iniciativa que se ha promovido al interior de la Convención Constitucional, que reformula la estructura del Congreso Nacional, y que, entre otras cosas, elimina el Senado, reemplazándolo por una “Cámara de las Regiones”, con facultades legislativas menores. La propuesta pareciera menospreciar la tradición constitucional chilena, forjada a lo largo de más de dos siglos. En efecto, la institución del Senado ya estuvo presente en el Reglamento Constitucional provisorio de 1812, y entró a formar parte del modelo bicameral que comienza a asumirse definitivamente a partir de la Constitución de 1822, y que se consolida en las constituciones de 1828, 1833 y 1925.
La idea de eliminar el Senado y sustituirlo por un nuevo organismo con facultades disminuidas parece ser una medida desacertada, surgida como una reacción frente a la falta de apoyos al modelo unicameral propuesto por algunos convencionales, que, en este y en otros temas, han tomado como referencia sistemas constitucionales latinoamericanos que no son buenos ejemplos desde el punto de vista del constitucionalismo democrático y del Estado de Derecho.
José Ignacio Martínez Estay
Profesor de Derecho Constitucional
Investigador de POLIS
Observatorio Constitucional de la Universidad de los Andes