Señor Director:

En estas páginas se ha expresado, con razón y por varias personas, inquietud por la caída en el interés por estudiar pedagogía. Debido a su naturaleza, no hay una sola razón que lo explique, sino que estamos ante un fenómeno multicausal. Hay, sin embargo, un elemento central sobre el que se reflexiona poco en el debate público: el hecho de que, cada día, parece existir un menor espacio para la libertad y creatividad del profesor.

Un sistema educacional que intenta asegurar un servicio equivalente suele sustentarse en procedimientos de gestión y control que tienden a la estandarización. Así, una tarea dirigida a la formación de personas y, por tanto, que necesita de una atención y acción siempre diversa, muchas veces resulta mecanizada. De este modo, entre programas y programaciones, fórmulas y formularios, sale perjudicada la libertad requerida para una labor que consiste en el establecimiento de relaciones humanas entre sujetos únicos y singulares.

Si educar se convierte en un proceso casi enteramente formateado y metódicamente diseñado, hacer clases se transforma en una actividad rutinaria y burocrática que, incluso, pudiera llegar a ser sustituida por un tutor virtual. Ser profesor en este contexto —fuera de convertirse, por poco, en misión imposible—, difícilmente podrá ser valorado por quienes, por vocación, aspiran a formar seres libres.

Carlos Frontaura Rivera