El Bazar de Cox es una localidad del oeste de Bangladesh, en las cercanías de la frontera con Myanmar (ex Birmania), famosa por tener la playa natural más larga del mundo, con 155 kilómetros continuos, a la que hasta hace poco llegaban unos tres millones de turistas por año. La población local era inferior a los 230 mil habitantes, Hasta que en 2017 se inició una oleada de refugiados procedentes de Myanmar. En mayo de 2020, el campo de refugiados de Kutupalong llegaba a 850 mil personas: el más grande de la historia.
Los refugiados son rohingya, una minoría musulmana del estado de Rakáin contra la cual la junta militar birmana lanzó en agosto del 2017 una campaña de “limpieza étnica” que la ONU calificaría como genocidio. El gobierno birmano ha sido apoyado más tarde por budistas ultranacionalistas que acompañaron al ejército en la persecución de los rohingyas, a los que acusan de ser “intrusos bengalíes”. Hoy es la etnia más perseguida del planeta. (Hay que decirlo todo: como reacción, una guerrilla rohingya se alió al fundamentalismo islámico y tuvo fuertes lazos con Al Qaeda en los 2010).
El artista chino Ai Weiwei estuvo siete meses filmando en el campamento de Kutupalong, con cuatro directores de fotografía, para producir este documental, que no tiene ninguna de las explicaciones anteriores. Se trata en su mayor parte de planos fijos que registran aspectos de la vida cotidiana de Kutupalong, desde la provisión de agua sin salubridad hasta los niños que se educan en las condiciones más precarias.
Es un documento visual a secas: no tiene descripciones, ni entrevistas, ni siquiera conversaciones. Es el cine llevado hasta sus bordes como registro y testimonio, un viejo sueño que ha vinculado a los documentalistas desde Robert Flaherty en adelante. Muchas de las críticas adversas que ha recibido Rohingya apuntan precisamente a esto: la ausencia de datos, la falta de contexto, el potencial desorientador que tiene el material.
Ai Weiwei es el tipo de artista que cree en la capacidad de intervención de sus obras sobre la realidad social, como lo ha mostrado en gran parte de su actividad documental, que ya completa 20 títulos, en un arco que va desde el urbanismo hasta la pandemia del covid-19. Es difícil acusarlo de purismo estético.
Rohingya es, por el contrario, un esfuerzo muy racional, muy calculado, de situar la cámara frente a una humanidad acorralada, que sobrevive como puede, sin que las circunstancias políticas que la circundan ocupen el primer plano. Así como no le importa explicar el fenómeno, tampoco le importa que los rohingyas miren al lente e incluso procuren actuar frente a él: el espectador debe quedar en la posición más cruda de testigo.
Es un tipo de cine discutido y discutible. Lo que no se puede negar es que el esfuerzo de Ai Weiwei es más interesante que muchos otros.
Una advertencia: penosamente, esta cinta solo se puede ver en streaming este fin de semana.