Un amigo y consejero, al que suelo consultar cada cierto tiempo, me regaló esta frase memorable de François Mitterrand, Presidente de Francia, quien, al ser presionado por su círculo de asesores a responder de un tema sobre el que todos estaban opinando y ante el cual el líder guardaba inquietante silencio, dijo: “por ahora, lo más urgente es no hacer nada”. Me parece que debiéramos pegar en nuestra solapa o llevar en uno de nuestros bolsillos esa máxima en estos tiempos en que todos opinan de todo en todas partes, o se abalanzan a buscar una cámara o un micrófono, y para qué decir en las redes sociales. La espera, o el silencio, pueden ser más eficaces que el hiperactivismo. Ese es uno de los principios del milenario “Arte de la guerra” chino.
Venimos saliendo de un gobierno en el que su Presidente se desesperaba por aparecer e intervenir en todos los frentes, como si esa “sobrepresencia” fuera de verdad presencia. ¿Pero puede estar presente en algo quien quiere estar simultáneamente en todas partes? El nuevo gobierno también ha pecado, a su manera, de esta sobreexposición y atolondramiento. Son muy pocos los políticos que saben callar y esperar. El no-hacer permite observar desde una distancia reflexiva para “rumiar” decisiones importantes. La buena política se cocina a fuego lento (aunque a algunos no les guste la cocina). Un Presidente es el que debiera tener más tiempo para pensar que el resto de su gobierno. En la época de la monarquía, los reyes iban siempre rodeados de una corte de acompañantes que les inventaban actividades y distracciones para que no se aburrieran. Pascal, en el siglo XVII, hablaba del “rey sin divertimientos”. Un rey entretenido y sobreexpuesto no es un rey atento.
La ministra del Interior acaba de sufrir en carne propia las consecuencias de decisiones tomadas apresuradamente, cuando decidió internarse acompañada de una comitiva excesiva y con la máxima publicidad en un territorio de esos que algunos en la Convención se apresuran con mucho entusiasmo en declarar “autónomos”. Para de verdad urdir una estrategia eficaz que pueda dar buenos resultados en La Araucanía, hay que trabajar con sigilo y con tiempo. Tal vez, eso sea muy difícil para una nueva generación acostumbrada a la instantaneidad, en que los dedos nunca descansan (acariciando pantallas) y la mente corre el riesgo de fragmentarse e intoxicarse con el exceso de información. Todos corremos ese riesgo hoy. Nos vamos convirtiendo en flujos de información nosotros mismos y lo que más necesita nuestro tiempo hoy no es información (sobra y está en todas partes), sino sabiduría. Sobre todo de quienes tienen que dirigir los destinos de un país.
Ese es el peligro más grande de la Convención: se votan cada cinco minutos artículos muy importantes y el hiperactivismo de los convencionales y la obsesión de muchos de ellos de incluir todas las demandas y remediar todas las injusticias los está llevando a redactar un texto sobrecargado de disposiciones, a veces lleno de incongruencias que ninguna comisión de armonización podrá corregir. El papel lo aguanta todo, pero este hiperactivismo refundacional y experimental no nos va a llevar a una sociedad más armónica. Pensar bien requiere “calma y tiza”. Nadie puede pensar bien en un acelerador de partículas. La Convención corre el riesgo de convertirse en un acelerador de artículos constitucionales. No basta con pedir más tiempo. ¿Qué pasaría si la Convención se detuviera y se declarara en estado de silencio y escucha, y entendiera que la verdadera urgencia es “no hacer —por ahora— nada”? Por querer hacerlo todo y cambiarlo todo, no seremos más eficaces en superar las injusticias e inequidades de nuestro país. Nos falta un Lao-Tsé en el Palacio Pereira. Y también en La Moneda. Un consejero taoísta como al que suelo acudir cuando mis urgencias me impiden pensar, y vivir.