El plenario 71 será recordado como uno de los momentos clave de la Convención Constitucional. Una maciza mayoría rechazó la primera propuesta de la comisión de Sistema político. En un contexto de recriminaciones recíprocas, los denominados “colectivos” conjugaron el verbo divino y acordaron el voto en contra a efectos de “seguir conversando”. Esta dinámica teatral, a ratos chapucera e improductiva, se ha repetido asiduamente en las últimas semanas. La mecánica del fenómeno parece similar: comisiones entusiastas que sucumben ante un plenario insomne.
El entusiasmo, como fenómeno social, ha sido analizado por filósofos de diversas tradiciones, desde el prusiano Kant hasta el parisino Lyotard. La representación más plena ocurriría en contextos revolucionarios, donde los dirigentes políticos —empujados por su interpretación del clamor popular— se embarcan en fiebres apocalípticas. El fondo conceptual, agudamente observado por Lyotard en la crítica kantiana de la historia, es el advenimiento de una forma de razonar que subvierte a las instituciones públicas. Esta subversión de lo político ocurre desde dentro de las instituciones y las transforma en tribunales de lo “histórico-político”. Así, el discurso público es subvertido y utilizado como guillotina judicial a fin de ajustar cuentas con aquel elemento histórico-político que es llevado al banquillo. La dinámica entusiasta deviene, entonces, en un juicio. Este constituye un tópico central de la literatura revolucionaria, desde Robespierre hasta los tribunales populares de Ciudad Gótica.
Guardando las hiperbólicas distancias, podemos observar que las comisiones temáticas de la Convención Constitucional funcionan en base a una dinámica entusiasta. Esta fenomenología es visible en las actas, grabaciones y discursos. Invariablemente, los registros de cada comisión dan cuenta de un enemigo, siempre enarbolado como concepto amplio, difuso y polisémico. Obsérvese, por ejemplo, cómo la mayoría que conduce la comisión de Medio ambiente se erige, discursivamente, contra el extractivismo. A su vez, el grueso de integrantes de la comisión de Forma de Estado se articula contra el centralismo. Por su parte, el neoliberalismo se esgrime cual raíz venenosa detrás de las políticas subsidiarias que serían enfrentadas, en la retórica, por la comisión de Derechos Fundamentales y la comisión de Principios constitucionales.
Las comisiones enjuician al Estado, invariablemente, pues siempre es el Estado el responsable de esto, lo otro y lo de más allá. Son centenares de intervenciones en comisión, una tras otra, que recurren a la misma estrategia discursiva. El extractivismo, el presidencialismo, el neoliberalismo, el centralismo, todos plasmados en el Estado, siempre culpable de aquello que se imputa. Solución, entonces, un articulado que sea la sentencia histórico-política del proceso seguido en la comisión. Cada paso, obviamente, vigilado por sacrosantas metodologías creadas con el mismo entusiasmo. Así las cosas, cada convencional se ve movido a “militar” en su propia comisión y no en su “colectivo”, pues es la comisión ese espacio entusiasta donde pueden verter su deseo de hacer justicia.
Y al llegar la votación plenaria, esta dinámica se invierte. Los colectivos actúan como freno de sus miembros entusiastas, pues es ahora el plenario el que enjuicia a la comisión respectiva por haber “perdido una oportunidad histórica”. Los integrantes de la mayoría que redactó los artículos de la comisión guillotinada se dejan ver avergonzados, superados, aunque siempre prestos a volver a intentarlo. Eso, hasta que dura el entusiasmo. Así fracasan las comisiones.
Renato Garín González
Convencional, profesor de Derecho U. de Chile