“La Naturaleza tiene derecho a que se respete y proteja su existencia, a la regeneración, a la mantención y a la restauración de sus funciones y equilibrios dinámicos”. Más allá de consideraciones filosóficas, religiosas o ambientales, el otorgamiento de derechos a la naturaleza en la Constitución —y la obligación del Estado de garantizarlos y promoverlos— tiene implicaciones económicas de primer orden, que no deben ser ignoradas.
El correcto funcionamiento de cualquier economía requiere de un estatuto que establezca cómo se obtienen los derechos de propiedad, cómo se protegen y cómo se ceden. Mientras el otorgamiento de un derecho tiene una connotación fundamentalmente distributiva —qué es de quién—, el diseño de reglas para cederlos tiene importantes efectos económicos. Por ello, las normas que definen la propiedad son tan importantes como aquellas que regulan su intercambio.
Coase identificó el problema hace muchos años. Una empresa contamina un río con sus desechos, afectando a un agricultor aguas abajo. ¿Tiene la empresa el derecho a producir y manejar sus desechos, o es el agricultor quien tiene derecho al agua limpia? Coase mostró que la interacción entre ambos podía solucionar el problema. Si el agricultor tiene los derechos, puede exigir la limpieza total del río. Sin embargo, preferirá una compensación económica aceptando algo de contaminación, que la empresa gustosa dará con tal de seguir funcionando. El mismo resultado se obtendrá si la empresa es la titular del derecho, recibiendo una compensación para contaminar menos de parte del agricultor, interesado en mejorar el rinde de sus tierras.
La negociación entre el agricultor y la empresa solo es posible si los derechos de propiedad están claramente asignados —quién tiene derecho a qué— y si el costo de negociar entre ellos es bajo. La titularidad de los derechos define quién compensa a quién, pero una vez que los derechos están asignados, la solución del problema se logra con una negociación viable.
El establecimiento de derechos a la naturaleza hace virtualmente imposible cualquier transacción con ella. ¿Quién es el sujeto de derecho: la naturaleza como un todo o cada elemento de ella en particular? ¿Podrá el Estado ceder o intercambiar —en su nombre— tales derechos? La redacción propuesta sugiere que no, y parece más bien el establecimiento de un derecho acompañado de una camisa de fuerza.
Como bien enfatizó Robert Solow, otro gran economista, la necesaria protección de la naturaleza no puede significar la obligación de dejar el mundo intacto. Ello no es solo una mala idea, sino que es simplemente inviable. ¿No nos estaremos metiendo en un embrollo?