Existe una antigua creencia de que las desigualdades pueden ser combatidas y erradicadas gracias a la intervención mágica de las constituciones. Dichos creyentes sostienen que las sociedades son de tal forma maleables que basta un precepto bellamente escrito para que las conductas, intereses y necesidades de los seres humanos se sometan, así sin más, a lo estipulado por intelectuales, políticos o líderes de opinión.
Lo anterior ha ocurrido una y otra vez en la historia mundial, y cada vez se hace más patente en la discusión chilena debido al tono moralizante que han adoptado muchos constituyentes. Buscan expiar los abusos que han experimentado los sectores menos favorecidos; enmendar las desigualdades del neoliberalismo; replicar la comprensión rousseauniana del “buen salvaje”, ahora entendido bajo el concepto de “buen vivir”; arreglar, en fin, todo lo malo e indeseable que ha acarreado la creación moderna del individuo y el principio de igualdad ante la ley.
Según esta manera de ver las cosas, ciertos grupos merecerían un resguardo especial y privilegiado de sus formas de vida, en un intento por aplacar las injusticias y exclusiones de las que habrían sido objeto. Por supuesto, no se trataría simplemente de emparejar la cancha para que las oportunidades estén debidamente extendidas, sino de introducir políticas públicas que velen por el bienestar de esos grupos. Así, nos encontraríamos frente a una nueva forma de entender la tan mentada “focalización neoliberal”, aunque ahora desde una óptica progresista, ecologista e indigenista.
En efecto, la política identitaria —que, como sabemos, está extendida entre los sectores más a la izquierda de la izquierda— depende en buena medida de que a ciertas identidades se les dé un trato privilegiado y focalizado, ya sea por parte del Estado —a través, por ejemplo, de una Constitución— o de acciones simbólicas —como sería la emergencia de una nueva historia oficial en la que los “marginados” o “subalternos” serían héroes a quienes deberíamos glorificar y mitificar—. Se mezclan aquí objetivos y herramientas, olvidando que lo segundo no se desprende necesariamente de lo primero.
Ahora bien, más preocupante que mezclar objetivos y herramientas es la consecuencia que se desprende del debilitamiento de la igualdad ante la ley: si el Estado es concebido como un repartidor de favores, es esperable que esos favorecidos formen una colectividad con altos grados de poder e influencia, es decir, eso que la sociología denomina como una “élite”. Salvo, claro está, que los representantes de los pueblos originarios o de los medioambientalistas radicales crean que sus privilegios no son suficientes para considerarlos como tales, cuestión que habría que explicar y justificar muy bien ante una ciudadanía que cada día desconfía más de las defensas corporativas que tienden a premiar a unos por sobre otros.
Porque de lo que en realidad se trata todo esto es del empeño de los “octubristas” de hacer prevalecer sus causas a través de la construcción de un modelo de sociedad determinado. Olvidan, sin embargo, que las constituciones difícilmente son capaces de modelar la heterogeneidad de las sociedades complejas, así como que uno de los grandes pecados de la Constitución de 1980 (además de su origen espurio) es que sus redactores creyeron posible construir una suerte de paraíso en la tierra, anclado en las distintas tradiciones para entonces en boga, pero sobre todo más preocupado de conquistar el futuro que de comprender el pasado.
En definitiva, los constituyentes del 80 y los convencionales de ultraizquierda comparten un acercamiento similar —que es al mismo tiempo voluntarista y autoritario— a la pregunta por la relación entre sociedad y Constitución: según ellos, basta con decretar una norma para hacerla realidad. La única diferencia es que el octubrismo lo está actualmente haciendo desde la vereda ideológica opuesta.
Juan Luis Ossa
Investigador CEP