En una declaración reciente, Camila Vallejo se refería al gobierno de Sebastián Piñera como “el peor de la historia”. Al momento de formular su lapidario juicio omitió, muy convenientemente, la tan decidida como encarnizada contribución que ella y su propio sector hicieron a ese pobre resultado. ¿O acaso Vallejo y sus correligionarios querían que a Piñera y su gobierno les fuera bien?
Si ese fue el caso, entonces supieron disimularlo magistralmente. Un ejemplo de ello podría ofrecerlo la interpretación que la propia Vallejo dio a la desafortunada frase de la “guerra contra un enemigo poderoso”, como referida al pueblo de Chile en su conjunto, como si con ella Piñera quisiera declararse públicamente como un tirano. Seguramente, los abusos de las acusaciones constitucionales y los reiterados intentos de destitución del propio presidente son otro acto de disimulo. Por último, y tal vez para disipar cualquier sospecha que pudiera recaer sobre la actual vocera y la gente de su sector de haber pretendido en algún momento hacer una oposición constructiva, encontramos el expediente menos sutil, pero más eficaz, de proferir insultos contra los personeros del gobierno (“infelices” fue tal vez el más suave, del que Siches se arrepintió luego en la forma, pero no en el fondo, sea lo que sea que eso signifique).
Pero ironías aparte, el hecho de que Camila Vallejo arroje la piedra y esconda la mano tiene que ver con la que parece ser a estas alturas una necesidad, ya no solo política sino también psicológica de la extrema izquierda, de negar a como dé lugar legitimidad a la derecha en su conjunto, incluyendo a la centroderecha: no importa que Piñera no sea un dictador, hay que tratarlo como tal y decir de él que es un criminal; hay que repetir que la derecha no sabe gobernar, sino mediante la violencia y la represión, y que toda ella es igualmente fascista. Es obvio que esta estrategia es incompatible con la democracia, que presupone el reconocimiento de la legitimidad del adversario. La izquierda ha digerido mal el concepto de “disenso” y ha olvidado ese reconocimiento elemental, que necesita ser presupuesto para el funcionamiento de la democracia, también a la hora de disentir. Sin él no es posible distinguir entre las críticas y los desacuerdos, por una parte, y el sabotaje, por otra (el modo en que parte importante de la izquierda reacciona ante las críticas a la Convención, como si todas fueran también al mismo tiempo ataques, es una muestra de ello).
Lo cierto es que el gobierno de Piñera podría haber sido peor, considerando que tuvo una oposición animada por un espíritu destituyente, faccioso y dudosamente democrático. Sin duda, la peor oposición desde el retorno a la democracia.
Felipe Schwember