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Editorial
Lunes 14 de marzo de 2022
Consejo superior de la justicia
Todo indica que la comisión no ha tenido a la vista la experiencia real de funcionamiento de estas instancias en el Derecho Comparado.
A primera vista, la idea de un consejo superior de la magistratura o de la justicia es atractiva. En teoría, un organismo de esta especie elimina la cuota de poder que hoy tienen los superiores jerárquicos y los poderes políticos en la carrera de los jueces, es decir, en lo que respecta a sus nombramientos y disciplina. El consejo, compuesto por personas prudentes, competentes y con altura de miras, velará por que primen criterios de mérito en las designaciones y por que la custodia de la disciplina funcionaria no interfiera con la independencia judicial. Estas bondades ha tenido sin duda en vista la comisión de Sistemas de justicia de la Convención Constitucional, que aprobó por amplia mayoría la propuesta de introducir en Chile un Consejo de la Justicia, compuesto por 17 miembros elegidos de acuerdo con criterios de paridad de género, plurinacionalidad y equidad territorial. Seis de ellos serían jueces elegidos por sus pares, otros seis serían elegidos por el Congreso a propuesta en ternas del Consejo de Alta Dirección Pública, dos serían designados de un modo que no se especifica por los pueblos originarios y, finalmente, tres corresponderían a funcionarios judiciales elegidos por sus pares.
Todo indica, sin embargo, que la comisión no ha tenido a la vista la experiencia real de funcionamiento de estas instancias en el Derecho Comparado. En ellas se produce el encuentro entre el mundo judicial y el mundo de la política en torno a la mesa de negociaciones. Como es natural, cada grupo de influencia insta por sus propios intereses, y así se forman verdaderos partidos al interior de la judicatura, cada uno con su propia tendencia política, que promueven la elección de tal o cual persona para integrar el consejo. Quien resulta elegido, favorecerá luego la carrera de los miembros de la facción que lo llevó a triunfar en la elección. Por otro lado, los designados por los partidos políticos representados en el Congreso promueven las decisiones que convienen al partido o a la coalición que consiguió su nombramiento. De esta manera, todos los asuntos judiciales de interés para la política terminan resolviéndose de un modo transaccional.
En el caso de la propuesta de la comisión, se añade a todo esto la complejidad de integrar al consejo a los funcionarios judiciales —cuyo rol en los nombramientos y la disciplina de los jueces no se entiende— y a dos consejeros designados por los pueblos originarios, destinados a convertirse en árbitros interesados de los intereses gremiales y políticos.
Estos consejos, por su propia dinámica de conformación y funcionamiento, implican una politización de la justicia. Pero en el diseño propuesto por la Convención, esto se intensifica debido a la incorporación de un grupo con intereses identitarios y por dos grupos de interés gremial. La pregunta que legítimamente cabe hacerse es qué cabe esperar de esta amalgama de fines particulares para beneficio del interés general en una administración de justicia sabia, prudente e imparcial. Un consejo de la magistratura o de la justicia no contribuye en nada a estos objetivos, sino que los vuelve aún más lejanos. El sistema actual de nombramientos es sin duda perfectible, pero consigue un mayor distanciamiento de la política contingente y, a través de las cortes de Apelaciones, una medida no despreciable de descentralización. Otro asunto es el régimen disciplinario vigente. Pero para desacoplar este régimen de la jerarquía en la revisión de los fallos no hace falta introducir la política en la casa de la justicia.