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Editorial
Miércoles 09 de marzo de 2022
El plazo de la Convención
El problema recae en la calidad del documento que evacue la Convención.
El plazo otorgado a la Convención para la tarea de redactar una nueva Constitución —nueve meses, extendible solo una vez por hasta tres meses adicionales— suscitó dudas entre los especialistas. Parecía estrecho dada la magnitud del desafío involucrado. Sin embargo, quienes promovieron el remplazo de la actual Constitución por una nueva, a partir de una “página en blanco” —otra restricción que estrechaba más aún los plazos—, consideraron que el proceso debía hacerse de manera rápida, pues la convulsión social que sirvió de antesala al acuerdo que activó el proceso así lo exigía.
Por otra parte, la Convención elegida, cuya primera presidenta declaró que iban a “refundar Chile”, destinó casi la mitad del período a definir el reglamento con que se llevaría adelante el proceso, mostrando que la motivación principal de sus colectivos mayoritarios no era construir acuerdos, sino establecer los mecanismos para ejercer el poder de las mayorías en su trabajo rutinario, atenuando en lo posible, ya que no pudieron revertir, la regla de los dos tercios para aprobar sus cláusulas en sala. Así, el escaso tiempo restante está destinado principalmente a la redacción de sus artículos, pero sometido a un procedimiento de baja eficacia: las comisiones aprueban propuestas que tienden a ser radicales, porque se aprueban por mayoría simple; en consecuencia, muchas de ellas son luego rechazadas en sala al no lograr dos tercios de los votos; son entonces devueltas a las comisiones para que las corrijan, sin seguridad de que al ser devueltas puedan pasar el umbral, porque no hay incentivos, y, al parecer, tampoco voluntad, para buscar esos consensos en las comisiones. Además, la cantidad de indicaciones que recibe cada propuesta es inmensa, y todas deben ser votadas, lo que casi no deja tiempo para discutir su contenido.
Es en ese escenario en el que vuelve a surgir la extensión del plazo como una forma de elevar la calidad del trabajo de los convencionales y su resultado final, la Constitución. Según la última encuesta Cadem, el 55% de las personas no ve posible que la Convención termine su trabajo en el plazo otorgado, y un 57% cree que es necesario extenderlo. Un cambio en el plazo requiere, sin embargo, de una reforma constitucional que modifique aquella que dio lugar a la Convención, reforma que debería ser sometida a discusión por el Parlamento que se instala este viernes 11 de marzo. No resulta fácil que este esté dispuesto a aprobarlo, entre otras razones, por el maltrato que esa institución ha recibido por parte de los convencionales, ni tampoco es claro que estos quieran solicitarlo, porque no quieren someterse a las reglas que aquel le pudiese imponer, por ejemplo, que en caso de rechazo, la redacción de una nueva Constitución se haga en el Parlamento.
El problema recae, entonces, en la calidad del documento que evacue la Convención. Uno defectuoso, mal concebido o incompleto podría generar el rechazo ciudadano —en las últimas semanas las encuestas están mostrando que crece la probabilidad de ocurrencia de aquello—, lo que, además de constituir un fracaso y un enorme problema para el gobierno entrante, que ha insistido en que la ejecución de su programa se apoya en la existencia de una nueva Constitución, llevaría al país a una encrucijada: seguir, conforme a lo estipulado, con la actual Constitución, a pesar de que un 78% de la población aprobó que se cambiase. Un escenario intermedio, con una Constitución aprobada por una mayoría débil, abriría la posibilidad de ser desafiada a corto andar, lo que extendería la inestabilidad reinante.
Solo resta esperar que todos estos factores moderen el afán refundacional de los convencionales, que el umbral de los dos tercios induzca en ellos una redacción que interprete a vastos sectores ciudadanos, y que eso devuelva estabilidad al país y le permita seguir trabajando por un mejor futuro.