Cuando el hombre dejó de vagar en busca de sustento y logró proveerse de la tierra, debió asentarse y domesticar no solo el suelo agrícola, sino también el lugar habitable, estableciendo nuevas reglas de convivencia y progreso. Desde entonces, ha habido dos maneras de concebir ciudades en cuanto a su forma: las que crecen orgánicamente (a partir de un cruce de caminos, accidentes geográficos, un elemento simbólico) y las planificadas, trazadas racionalmente, impuestas sobre un territorio y por lo tanto cargadas de una significación seminal, la génesis reproductiva de su diseño. Esto último es evidente en diversas latitudes y épocas; en América, con innumerables cuadrículas coloniales, muchas veces de límites geométricos perfectos, como las bellas plantas de Trujillo en Perú o Chillán, en Chile.
Hacia mediados del siglo 19, con los avances y conflictos de la revolución industrial, antiquísimas ciudades europeas de origen orgánico decidieron superponer un trazado planificado, para abordar los procesos de expansión y promover un desarrollo urbano con los mejores estándares constructivos y estéticos posibles. Los ejemplos más influyentes fueron las ampliaciones de París, Viena y Barcelona, así como los deslumbrantes proyectos de Manhattan y Washington DC, con sus magníficos parques, en Norteamérica. Chile no quedó atrás: Bernardo O'Higgins es autor de las primeras obras urbanísticas de nuestra propia Ilustración, convirtiendo un buen tramo de la Cañada, patio trasero de la ciudad, en un paseo tan moderno y elegante como para atraer a la sociedad y luego levantar ahí sus mansiones. Hacia el Centenario, Santiago construyó un nuevo barrio, creando el Parque Forestal sobre el lecho relleno del río Mapocho; hasta hoy el borde del río continúa siendo conquistado. Veinte años después, la capital materializó acaso su visión más ambiciosa: un Barrio Cívico de soberbio diseño y perspectivas monumentales. Más adelante, entre muchas otras obras notables, también la carretera de circunvalación y el ferrocarril metropolitano forman parte de este ideario visionario.
Este espíritu de “urbanismo detonante”, hecho para crear las condiciones de un desarrollo con calidad, nos acompañó ininterrumpidamente hasta hace pocas décadas, cuando se decretó la disolución de los límites de las ciudades y la liberalización del uso del suelo, terminando, en la práctica, con la planificación urbana en Chile, cuestión que nos pena hasta hoy. Ahora, una nueva era de compromiso ciudadano, de la mano de las sensibilidades culturales, acceso a la información, perspectiva histórica y estilo de vida de una nueva generación, nos permite soñar con un renovado ímpetu en proyectos de magnitud urbana, hechos no solo con el fin de remediar carencias surgidas de una falta de visión en el pasado (aquello que llamaríamos “urbanismo reactivo”), sino con el propósito de detonar, gracias al ejemplo de calidad e innovación de todo lo público, nuevas oportunidades de buen desarrollo.