Es una tradición fundamental en nuestra cultura someter a crítica la tradición. La tradición de la crítica —la cual supone garantizar un espacio público en el cual se puedan expresar libremente opiniones diversas y, por lo mismo, exista un estímulo a pensar de modo diverso— es de las más preciadas y esenciales que resguardar. Si una comunidad restringe la posibilidad de criticar, corre el riesgo fuerte de cercenar el pensamiento crítico. ¿Para qué pensar y criticar si no podemos expresar lo pensado? Esa comunidad a la larga se convertirá en una comunidad tonta, en que todos piensan lo mismo y nunca someten a cuestionamiento aquello que piensan ni tampoco las consecuencias prácticas de esos pensamientos estancados.
Las tradiciones poseen una legitimidad que les otorga el tiempo. La permanencia otorga valor a las cosas y, sin duda, el hecho de que un pensamiento y las instituciones a que ha dado lugar no se agoten de inmediato o en un breve lapso y, al revés, vayan pasando de generación en generación, vayan siendo, por así decirlo, probadas por individuos y comunidades de distintas épocas, es, sin duda, una razón de peso para que se las considere con respeto. Pero tampoco ese respeto es un absoluto, porque si se considerara un absoluto, si se deja de ejercer la tradición de criticar, no se podría mejorar, modificar e, incluso, desechar tradiciones que el pensamiento actual, a la luz de sus desarrollos, considera inconvenientes o erradas.
Piense usted, lector, en la institución de la esclavitud, que duró siglos, milenios y en cuantas otras que han podido ser removidas gracias al ejercicio libre y arduo de la crítica.
Es necesario pasar por la criba del pensamiento las tradiciones, pero lo que no se debe es eliminar esa criba, creyendo que se ha alcanzado un nivel de sabiduría tan alto y completo, dotado de tanta legitimidad y poder —cualquiera sea la fuente de esa legitimidad y poder— que se pretenda de manera definitiva e inamovible establecer un pensamiento como verdadero y como perfectas las instituciones que se derivan de él.
No me asustan los cambios institucionales —aunque generen períodos anómicos—, siempre que se funden en un pensamiento crítico profundo. El sustrato del cambio requiere de un pensamiento, porque la avidez de cambiar por cambiar es una tontera en cuanto menosprecia la sabiduría del tiempo. El cambio institucional, hecho a partir de un pensamiento lúcido, puede resultar necesario e incluso urgente. No veo motivo de alarma en ello. Lo que es alarmante es que ese cambio se lleve a cabo, a la hora de definir las nuevas instituciones —nuevamente—, sin pensar, sin sopesar las consecuencias y, sobre todo, sin buscar un diseño consistente, simple y unitario, porque el éxito de una institución reside en los detalles.