Jaime Guzmán fue acusado de diseñar una Constitución que, haciendo caso omiso de la continuidad histórica, fundó un modelo de sociedad que recela de la participación económica del Estado, deposita su coordinación en el mercado y deja sus arbitrajes fundamentales en manos de los jueces. A la luz de lo que está ocurriendo con la Convención Constitucional, esa aspiración de crear un orden social a partir de un ejercicio normativo resulta de una timidez casi infantil.
No es que Guzmán no tuviera éxito. Lo tuvo. Los principios de la Constitución de 1980 ejercieron una influencia capital en la forma que adoptó la sociedad chilena en el último medio siglo. Aunque esto no se puede imputar exclusivamente al marco normativo interno; ni a sus candados. Fueron claves la crisis histórica de 1973 y la narrativa condenatoria de los 30 años anteriores. También el contexto internacional: la conjunción del fracaso de los regímenes socialistas y el agotamiento del modelo socialdemócrata llevaron a que, en el mundo entero, se expandieran como espuma los principios mercantilistas que la Constitución de 1980 hizo suyos. El talento de Guzmán radicó precisamente en esto: en crear un orden normativo que se presentó como respuesta a un quiebre histórico mayúsculo, lo que le sirvió de justificación para incorporar ideas exógenas emergentes, como la doctrina económica neoliberal representada en Chile por los Chicago Boys.
Lo que está ocurriendo con los primeros acuerdos de la Convención quizás se entienda mejor desde esta perspectiva.
Quienes pensaban que la barrera de los dos tercios impediría replicar la voluntad refundacional de Guzmán —en otro sentido, por cierto— y garantizar la continuidad del orden constitucional están sumidos en la frustración. Váyase a saber si se dejaron llevar por la votación de Kast, por los resultados de las parlamentarias, por la moderación de Boric, por las encuestas recientes; pero lo cierto es que la idea de que la Convención se movería en una dirección diferente no fue más que un espejismo.
Lo que en realidad se ha visto es que dos tercios de los convencionales sienten que están ahí para responder a un evento, la revuelta de octubre de 2019, que es un parteaguas histórico tan hondo como para Guzmán fue el golpe de 1973. Dos tercios —no necesariamente los mismos— cuya opinión de los pasados 30 años es tan oscura como la de Guzmán respecto de las décadas anteriores a 1973. Dos tercios que no aspiran simplemente a cambiar el modelo económico o reformar el sistema político —como algunos ingenuamente temían—, sino a mucho más, más de lo que jamás pretendió Guzmán: crear desde la Constitución un nuevo paradigma de convivencia, lo cual abarca el lenguaje, el conocimiento, la relación entre géneros, la idea de Nación, la relación entre géneros, pueblos, regiones y territorios, el vínculo con la naturaleza y otras especies, la arquitectura de poder y participación, y así por delante.
Dos tercios que siguen nuevas corrientes científicas, intelectuales y culturales que, si bien no son aún hegemónicas y por lo mismo suenan extravagantes, tienen para ellos el mismo atractivo que ejercieron en Guzmán las ideas neoliberales que traían los economistas que volvían de Chicago. Dos tercios, en fin, resueltos a experimentar sin concesiones el nuevo paradigma, basados en la convicción —la misma de Guzmán respecto de “el modelo”— de que esto pondrá a Chile a la vanguardia de un cambio planetario.
Quienes nos enfrentamos a Guzmán y a la imposición de la Constitución de 1980 no podemos sino empatizar con la desazón de los convencionales que están fuera de los dos tercios. Pero aprendimos, entonces, que oponerse a un cambio paradigmático apelando a la defensa del antiguo, o con advertencias acerca de su carácter refundacional, es estéril. Es mejor entender sus motivaciones y objetivos, y desde ahí proponer cambios, mitigaciones y graduaciones. Así lo hizo la Concertación, bajo la guía de Edgardo Boeninger. Lo mismo debieran intentar las actuales fuerzas de minoría para no consumirse en el reclamo.